Federico Berrueto
Las pasiones en la política suelen tomar derrotero impredecible. Así es porque cada uno procesa las emociones a su modo, con los demonios que cada cual lleva en el alma. Una arenga en ocasión de una gesta histórica puede encender la pira de nada relacionado con ello, al menos racionalmente hablando. El presidente tuvo su celebración del 18 de marzo, programada con antelación a la promovida por el movimiento cívico opositor del 26 de febrero. Lo inconveniente que importa no vino de la renuncia del nieto del hombre que se conmemora, tampoco del desacierto de una zona VIP que Felipe Calderón tuvo el tino de señalarla como clasismo. Lo malo del evento vino de la ocurrencia de quemar una figura relacionada con la presidenta de la Corte. Seguramente un acomedido. Un hecho que es secuela de otros dos, una amenaza de muerte en redes sociales y una provocadora acción en la puerta del domicilio de la Corte, justo al lado de la residencia presidencial.
Lo acontecido debiera llevar al presidente López Obrador a la reflexión obligada del efecto de sus palabras en sus seguidores. El discurso presidencial está teniendo efectos indeseables, mucho más en un país en el que la violencia es expresión cotidiana, recurrente. La criminalidad se extiende y penetra el tejido social, ya no sólo remite a los delincuentes organizados (que también crece), sino al desprecio a la vida en las personas, las familias, las escuelas y los espacios públicos cuya evidencia se muestra dolorosamente día a día. El neoliberalismo y el culto al individualismo posesivo como causa no da para tanto, ni siquiera para explicar la crisis de las familias y la proliferación del infierno de las adicciones. Más simple y trascendente es reconocer que la impunidad legal y social ha propiciado la descomposición que ahora se padece y eso más bien es responsabilidad, principalmente, del Estado.
El atentado contra Ciro Gómez Leyva obliga al presidente a un alto en camino. No se sabe a ciencia cierta el origen de la acción criminal. Que haya sido un acto de un acomedido plantea la peor de las razones, no menos que haya sido un capo aludido en la libertad de expresión quien recurrió a la contratación delincuentes dedicados por igual al sicariato, el secuestro y la extorsión. La elusiva identidad del autor intelectual obliga a la prudencia y a un sentido mayor de alerta.
En el imaginario de los seguidores de López Obrador no debe estar en calidad de enemigo quien encabeza el máximo tribunal del país y garante de que prevalezca la constitucionalidad de los actos de gobierno. Apreciarlo así no solo es golpista, sino que conduce a un escenario propio del fascismo. No sólo se trata de una dama, razón suficiente para deslindarse como bien lo hiciera la mujer del presidente. Su condición de representante de otro de los poderes de la Unión obliga al respeto, más de quien tiene la condición de Jefe de Estado. La pira de su imagen, aunque no es un acto aislado, seguramente no es compartida por quienes estuvieron en el zócalo acompañando al presidente, pero el tema no es de números, sino de razones y pasiones desbordadas con siniestro destino. Los escenarios a futuro deben dar para ampliar la tolerancia y el respeto al otro, justo lo que no está ocurriendo.
El mañana, gane quien gane, apunta a la coexistencia de la diversidad. Así debe ser porque es la esencia de la democracia, porque es la manera como se expresa la civilidad que da espacio a las libertades y a la paz social. La diversidad, las libertades y la legalidad representan las coordenadas del país deseable. Se dice fácil, pero es un reto mayor en el que cada uno debe aportar lo suyo. La polarización conspira contra ello; la prueba de ácido es el respeto al otro y entender, de una vez por todas, que la ley es protección y garantía y por ello el imperio de la justicia debe ser objetivo y propósito compartido.
A su manera se pueden convocar masivamente a conmemorar lo que sea, lo mismo para defender la democracia que para festejar al presidente o a la expropiación petrolera. Las diferencias existen y no hay razón alguna para imaginar un futuro en la que todos suscriban, quieran y apoyen lo mismo. El acomodamiento nunca vendrá de la supresión del otro, sino justamente de la coexistencia de las diferencias que garantiza la Constitución y hace realidad la vigencia de la democracia.