Enrique Martínez y Morales
El libre comercio es, en esencia, un pacto con la lógica de la naturaleza: cada país se dedica a producir aquello que sabe hacer mejor, aprovechando sus ventajas, su cultura, su clima y su talento. Es la versión económica del refrán “zapatero a tus zapatos”. Así, mientras unos cultivan café en tierras altas y fértiles, otros ensamblan automóviles con precisión milimétrica, y otros más exportan tecnología, arte o servicios financieros. Nunca le ganaremos a Canadá en la producción de salmón o a España en la de jamón serrano, como ellos nunca nos superarán en la producción de tequila, aguacates o plata.
El intercambio equilibra las carencias de unos con los excedentes de otros, y en ese flujo de bienes, conocimiento y oportunidades, la humanidad prospera.
Cuando se imponen aranceles, esa armonía se rompe. Los impuestos al comercio actúan como muros invisibles que encarecen productos, limitan la competencia, desequilibran los mercados y alteran los incentivos. A corto plazo, parecen proteger a la industria local; a largo plazo, pueden volverla dependiente y menos eficiente.
La historia está llena de ejemplos. Durante el siglo XIX, Inglaterra abrazó el libre comercio tras abolir las “Corn Laws”, que encarecían los granos importados. Ese giro impulsó una era de crecimiento y consolidó a Londres como el corazón del comercio mundial. En contraste, durante la Gran Depresión de 1929, Estados Unidos aprobó la ley Smoot-Hawley, que elevó los aranceles a niveles récord. La medida pretendía proteger empleos, pero provocó una cadena de represalias: el comercio internacional se desplomó y la crisis se agravó.
Hoy, en pleno siglo XXI, el debate sigue vigente. Algunos países levantan barreras para “proteger” sectores estratégicos, mientras otros buscan tratados que abran nuevos mercados. El dilema no es entre proteger o abrir, sino cómo hacerlo inteligentemente. Hay industrias nacientes que requieren cierto resguardo para madurar, pero esa protección debe ser temporal y acompañarse de políticas que incentiven la innovación, la educación y la productividad. De lo contrario, se crean burbujas que tarde o temprano estallarán.
México, por ejemplo, ha sido testigo de los dos extremos. Con el TLCAN en los noventa, el país multiplicó sus exportaciones y se integró a cadenas globales de valor, especialmente en el sector automotriz y manufacturero. Pero también sufrió en rubros donde no se fortaleció la competitividad interna, como la agricultura de pequeña escala, ni se procuró una política industrial adecuada. El libre comercio, por tanto, no es una receta mágica, sino una herramienta que requiere visión, inversión y acompañamiento social.
En última instancia, los aranceles y el libre comercio no son solo cuestiones de economía, sino de filosofía. Apostar por la apertura es creer que los pueblos pueden crecer más cooperando y compitiendo sanamente. Apostar por la protección excesiva es ceder al miedo y renunciar a la oportunidad de aprender del mundo.
Porque los países, como las personas, se desarrollan no cuando se aíslan, sino cuando se atreven a compartir lo que son y a mejorar a partir de lo que otros les ofrecen. El comercio libre no debería verse como una lucha entre ganadores y perdedores, sino como la oportunidad de convertir la diversidad en prosperidad.