Arcelia Ayup Silveti
Su niñez esquilada se adhería al ritmo de sus latidos. Adriana no intentó huir de sí misma, del juego de malabares que la vida le trenzó para forjarle nuevos mañanas. No podía dormir esa madrugada fría y con viento. Mantenía los ojos cerrados para obligarse a conciliar el sueño, pero le calaba profundo una frase: “—Yo te hice y yo te destruyo—.” No quería llorar. Resonaba en su mente la voz grave de su padre, con la misma expresión, en un espiral infinito. Se acordó de las paredes solitarias y descascaradas de su casa paterna, sin más adornos que el eco almacenado de las golpizas que su padre le propinaba a su madre. Se acurrucó en su enorme cama, se tapó la cara con las sábanas de seda, para refugiarse en su nueva existencia, como una acaudalada señora de sociedad.
Al llegar a los cuatro años, Adriana sintió la mano de su padre sobre su pubis, lo miró asustada y corrió para enterrar ese momento en el corral. No pudo hacerlo. Después del primer intento, su padre buscaba espacios para palparla lento y sin testigos. Ella supo desde entonces que debía forjarse un mejor destino, lejos de aquellos cuartos de adobe. Nunca le contó a nadie, quedó asida a ganar la felicidad pese a lo vivido, que se prolongó varios años más.
Una tarde tranquila, cuando Adriana estaba por cumplir once años se quedó a solas con su padre. Ella jugaba en su cama con una muñeca, hablando casi para sí misma. Su padre se acercó sin hacer ruido, le tocó muy suave el cabello. Su paz le dio seguridad a Sara y se mantuvo quieta, mientras escuchó en su oído:
—Quién te ha amado como yo, quién te ha cuidado toda la vida; quién te enseñó a hablar; quién te llevaba de paseo cada domingo… Quién se metió ese día en la regadera. Fuiste tú, y te gustó…
Despertó una mañana decidida a enfrentar a su padre. Sin más, gritó en su casa que su papá la ultrajaba y había intentado violarla. Su cara fresca se transformó por el enojo, lo golpeó en la cara, en el pecho, le jaló el cabello, le dio patadas en la entrepierna, para desclavar las heridas, ya viejas. Sentía alivio cada vez que lograba pegarle.
Notó la indiferencia de su madre, quien miraba de reojo el pleito. Permanecía ecuánime. Regresó la vista cuando Adriana le gritó:
—¡Te casaste con un cerdo!, ¡Déjalo, él no nos va a traer nada bueno! Es mejor estar solas que con este hijo de la chingada.
—¡Cállate, perra!, bien que te gusta, cabrona.— exclamó el padre.
La madre permaneció impávida, mientras se desgreñaban las almas. Lloró en silencio, tratando de saber de quién era la verdad. Pensó que no podía decidirse por ninguno: ella se incrustó desde su vientre y él desde sus primeros instintos, a los catorce años.
Adriana no descansó hasta verlo fatigado, con el rostro y los brazos arañados. Su furia le daba fuerzas para seguirlo golpeando. Deseaba no verlo jamás, estrujarle las entrañas. Él se detuvo para tomar aire. Adriana cruzó la puerta en busca de anular lo vivido, de raspar la felicidad. Escuchó gritar a su padre:
—Yo te hice y yo te destruyo.
Arcelia Ayup Silveti es Licenciada en Ciencias de la Información por el Instituto Superior de Ciencia y Tecnología (ISCyTAC), en Gómez Palacio, Durango, hoy Universidad La Salle. Estudió la Maestría en Literatura y Creación Literaria en Casa Lamm de la Cuidad de México y el Diplomado en Corrección de Textos en la misma institución educativa.
Ha publicado seis libros de diferentes géneros y compiló una obra. Es coautora de un par de obras. Es promotora cultural independiente. Escribió una década la columna cultural De raíces y horizontes en Milenio Laguna. Colabora hasta el momento en diversos medios impresos y digitales. De 2017 al 2020 fue Coordinadora de Cultura en el Instituto de Investigación para el Desarrollo Integral de la Mujer Universitaria (IIDIMU), de la Universidad Autónoma de Coahuila, donde ha impartido clases, labor que también ha realizado en la Universidad Iberoamericana. Actualmente es jefa de Difusión Cultural de la Unidad Torreón de la UAdeC.
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