(Imagen con los cineastas mexicanos Alfonso Arau y Juan Antonio de la Riva)
Raúl Adalid Sainz
Desde muy adolescente fui un amante inconsciente del cine mexicano. En especial del cine setentero. Me gustaba sin saber por qué, sólo sentía la atracción, había una intuición que se despertaba, un sentir que era el palpitar de eso que llaman identidad. Muchas de esas películas no las podía ver por falta de edad adulta.
A algunas me llegaba a colar en los cines de mi Torreón cuando libraba el pedimento de la cartilla. Así vi «Tívoli» y «El Rincón de las Vírgenes», de Alberto Isaac, donde Alfonso Arau era actor. ¡Y qué actor! Aún lo veo, rajando en dolor, aquel coche negro último modelo en el final de «Tívoli» con su personaje «El Tiliches». Su merolico canto para ensalzar hazañas del «Niño Anacleto» con su «Lucas Lucatero» en «El Rincón de las Vírgenes».
Muchos años después su magia en dirección cinematográfica arrobaron mi mundo de espectador con la gran farsa, potentísima crítica, de «Calzonzin Inspector». Y aquella hermosa historia, envuelta en un realismo mágico, de «Como Agua para Chocolate». Aún me parece ver la penumbra del «Cine Latino» defeño, y un gran cúmulo de espectadores que soñábamos la vida en la pantalla.
Los años pasaron, no muchos, y nació un gran director mexicano a la pantalla: Juan Antonio de la Riva. Era mitad de los años ochentas cuando veo esa camioneta por los caminos de los pueblos duranguenses, proyectando cine.
Desde «Santo, el Enmascarado de Plata», a Tony Aguilar y Julio Alemán, en esos «Hermanos del Hierro» de la desventura, o uno que otro romántico western amoroso. Hablo de «Vidas Errantes», en aventura fílmica de un tal Juan Antonio de la Riva. O el latir costumbrista de una comunidad serrana en «Pueblo de Madera». Siento la nostalgia presente en aquel cine «Elektra» defeño de la Colonia Cuauhtémoc, y veo esa avioneta de sueños del «tocayo».
Esa fotografía pueblerina que susurra murmullos. Ese cantar de aserradero de hombres en labor de su rutina. «Descríbeme a tu pueblo y serás universal», decía Tolstoi.
El poker de ases de pueblos duranguenses se cierra con ese narrar maravilloso en juego de tiempos cinematográficos logrado en aquel «Gavilán de la Sierra». Una sinfonía cantada por los pinos de la sierra que dieron latir al contar de Juan Antonio. Como soñando a paso de caballo por «Érase una vez en Durango».
Esa tarde que vi a los dos, me hicieron el gozo. Dios y la vida me han permitido conocerlos y ser amigo de ellos. De repente en esa comida de realizadores mexicanos los vi al lado mío y charlábamos. Algo, una voz interior, me dijo: ¡tómate una foto con ellos!
Hoy, al verla, me digo: Sí, una fotografía es más que una imagen, es mi poesía de amante espectador por sus cineastas. Esos grandes que me han contado la vida.
Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan