Raúl Adalid Sainz
Un concierto hermoso te puede llevar a un recorrido por tu vida, por tus íntimas y secretas emociones. El frasco de las esencias se destapa, y te hacen que tus centros nerviosos empiecen a despertar de su caverna. Cual figuras que cobran vida, así como esas que Platón vislumbraba dentro de una cueva. Una luz misteriosa te dice que fuera hay otra vida.
Eso me ocurrió en la hermosa Sala Netzahualcóyotl de mi gloriosa UNAM. Los artífices de este cuento musical, fueron: «La Sinfónica del Palacio de Minería», y la narración mágica y gozosa de Juan Arturo Brennan.
Si de por sí ando viajado por mi reciente visita a Italia, con este concierto, puse notas de edición musical a mis imágenes recientes de la bota italiana.
No era para menos, desde que vi el anuncio de promoción del concierto, sabía que un periplo me esperaba.
Rota y Morricone, han significado para mí un mundo de sensaciones emotivas, mismas que se me despertaban al ver las películas que ellos habían musicalizado. Las he oído infinidad en esas cintas, u oyéndolas en un dispositivo musical, pero jamás ejecutadas por una magnífica orquesta. En esta ocasión fue verlas instrumentadas en vivo. Fue ver y sentir el tejido musical de las mismas. Cómo los instrumentos cobraban vida creando un bordado de Penélope.
Todo inició con el tema de «La Dolce Vita». Ahí sentí el despertar de Anita Eckberg y Marcello Mastroianni en su danza amorosa en La Fontana de Trevi. Pasamos a la locura creada por Rota y Fellini en «Ocho y Medio», veía y oía, el látigo de Mastroianni domando la fiereza lúdica de las actrices; Marcello como el alter ego de Fellini. Y apareció Bobby de Niro de niño, espiando a Deborah en «Érase una Vez en América». Las notas de Ennio Morricone se paseaban enormemente despiertas por la sala imponente de acústica monumental. Una lágrima corría por mi mejilla.
Ese primer tomo se cerró con el tema de Rota para Romeo y Julieta. Franco Zeffirelli, y su temple apasionado de director, me hizo ver a Romeo espiando a Julieta en su jardín, y deseando ser guante para acariciar la mejilla de su amada.

La piel, mi caja de resonancia estaba por estallar en la emoción. La segunda parte surgió de un piano en nota, despertando a mi querida «Cinema Paradiso», de Tornatore. Morricone empujaba al ser de set de filmación a «Toto'» y «Alfredo». «Cinema Paradiso», se expresaba en su amor sin límites por el cine. Vino la suavidad sensual de la Bellucci por el mar siciliano en su «Malena». Mi corazón se sentía estallar en mi resurgir de emociones por lo que me provoca Italia y su cinematografía.
La armónica de Charles Bronson apareció misteriosa abriendo un gran plano americano de cámara para presentarnos: «Érase una vez en el Oeste». Morricone, la Cardinale, las fechorías de Henry Fonda, y su gabardina larga, se pasearon traviesas en imágenes. «La orquesta Sinfónica de Minería», la soprano María Fernanda Castillo estaban en éxtasis de transmisión.
Los espectadores vivos en sensibilidad receptiva. Yo sólo decía: «¡Gracias Dios mío, que me permitiste ser actor, y enamorarme de ese cine!». Leone y Morricone, parecían dedicar a John Ford en mi pantalla, un homenaje con esos grandes planos de inmensos parajes.
«La Misión», se hizo presente. Esa flauta jesuita de «Gabriel», surgió imponente por el Iguazú indígena del Paraguay. El maestro Ennio desgajaba en partitura toda la sensibilidad indígena de la selva conquistada en dolor por el invasor español. Jeremi Irons pedía en crucifijo de piedad la conmiseración.
El canto se cerraba y Rota tenía que hacerlo. La nostalgia vieja en vals siciliano despertó trayendo a «El Padrino». Las vivas narraciones de Juan Arturo Brennan nos dieron el preludio: «Después de «Ciudadano Kane», no se creía que volviera a surgir otra obra maestra, y qué creen, nos dijo, apareció Francis Ford Coppola, y «El Padrino». Brando, Pacino, De Niro, Caan, Duvall, Cazale, Aiello y Diane Keaton, vivían de nuevo en esa sinfonía lejana de trompeta, misma que me hacía ver a Brando caer herido en una calle newyorkina.
«La Sinfónica de Minería», intercaló espléndidamente el tema de «El Padrino», con partes de «La Dolce Vita».
Como regalo de agradecimiento, la orquesta nos ofreció, el espaghetti western de «El Bueno, el Malo, y el Feo». Morricone y Leone, hacían vivir el caballo de Clint Eastwood; disparando éste a la distancia, a la soga donde colgaba «Tuco», Eli Wallace parecía gritar: » Blondie, ¿you know, what you are? You are a sun of a Bitch».
El concierto cerró. Cada aplauso de mi segundero parecía dar el tic Tac por mi amor por el cine, y por esa música de Rota y Morricone, esa que me hizo ser un cinéfilo irredento. Ese amor que me llevó a Italia para proclamar en los «Estudios Cinecittá», de Roma, todo mi homenaje a esos maestros de la vida.
¡Qué Concierto! Poco se puede expresar para los momentos que son un cataclismo inolvidable para tu vida. «La Orquesta Sinfónica de Minería», se lució. Las narraciones del cineasta y gran musicólogo, Juan Arturo Brennan, de una delicia viva de anécdota. Una noche, donde mi particular Italia, me hizo sentir que la vida es en verdad: ¡Una Dolce Vita!
¡Gracias Dios, por tanto!
Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan