Luis Alberto Vázquez Álvarez
Todos los pueblos originarios de la humana civilización van generando costumbres, ritos y hasta elaboradas ceremonias en que ofrecen a sus divinidades, a las fuerzas de la naturaleza o sus fallecidos, actos simbólicos que tradicionalmente, época tras época, se repiten con solemnidad y protocolo.
Mesoamérica ha sido un protagonista insuperable de dichas tradiciones y a través de leyendas, mitos, narraciones y otros testimonios folklóricos que han forjado un acervo cultural y clásico inimitable. Hoy justamente podemos admirar, participar y hasta compenetrarnos en una de esas prácticas que reúnen lo mítico con lo religioso y lo doctrinario con lo costumbrista.
Cuando el conquistador hispano llegó a esta región de culturas increíbles, donde destacaban las majestuosas edificaciones como pirámides, templos, caminos, acueductos y otras construcciones ciclópeas, esas que demostraban la increíble capacidad cerebral y profundo conocimiento de matemáticas, ingeniería y astronomía de los nativos, encontraron que junto a esas maravillas concurrían costumbres espirituales y de agradecimiento a los antepasados que se manifestaban en danzas, cultos y altares esplendorosos, llenos de reliquias, flores, alimentos y recuerdos imborrables que mantienen armonía entre la vida y la muerte y una comunión generalmente familiar más allá de los planos terrenales; a ellas se sumaron dogmas cristianos.
Dicen que la muerte es democrática porque se lleva a todos por igual, pero las ceremonias post mortem sí que son clasista y hasta elitistas, así lo hemos entendido los mexicanos por siglos; quien más lo dejó marcado fue el genial grabador José Guadalupe Posadas con su “Garbancera” (1912); una crítica social a quienes, siendo indígenas o mestizos, se sentía europeos y despreciaban a los de su clase social. Rebautizada como “La Catrina” por otro genio, Diego Rivera, él en el precioso mural: “Sueño de una tarde dominical en la alameda central” (1957) pinta la historia de la vida social de México a través de los sueños de sus personajes en el pasado, presente y futuro llevando en el centro de este a ese personaje que representa la muerte, aunque ahí mismo sigue distinguiéndose el desprecio de las clases pudientes sobre los pueblos indígenas.
Los altares de muertos que este día veremos por todo México serán elaborados por manos humildes en su mayoría, pero con orgullo originario, incluirán sentimiento, cariño, pasión, imaginación, creatividad y amor por los difuntos inolvidables y sus efigies en fotografías y sus gustos culinarios estarán presentes en los diferentes niveles de los retablos. Pero debemos aceptar que también atraerán un dejo de desaire por quienes, con altanería, arrogancia y displicencia los consideren propios para gente de bajo nivel intelectual o como dicen los conservadores, “gente sin razón”; “indios de Macuspana”; odiados y despreciados por esos que festejan Halloween y van a suplicar al extranjero que vengan a invadir México para acabar con la dictadura prieta, idéntico a 1862 cuando fueron a traer a Maximiliano, son los mismos pérfidos arquetipos que siguen sin aprender de la historia.
Los gigantescos mausoleos en las secciones privadas de los panteones demuestran que aún, quienes hoy se sienten intocables, terminan en un reducido espacio nada comparable con sus inmensas mansiones; esas que solamente su orgullo rebasaba y por el que se sentían con derecho a insultar al pueblo prohibiéndoles que pensaran y menos aún que se atrevieran a legislar a su favor privándoles a ellos de sus privilegios. Son enfermos incurables que como decía el psicoanalista Carl G. Jung: “El hombre que no percibe el drama de su propio fin no está en la normalidad sino en la patología, y tendría que tenderse en la camilla y dejarse curar.”
Lo que finalmente deberían aceptar muy a su pesar estos intransigentes profesos es que ultrajando y vilipendiando las tradiciones populares, como es el caso de un altar de muertos, este comprende lo mismo símbolos autóctonos mesoamericanos que cristianos, unidos indisolublemente por una fe basada en más de 500 años de sincretismo mexicano. Al menospreciar y hasta burlarse de la creencia popular, se están disparando en la misma mano que hace la cruz para persignarse.