jueves 19, septiembre, 2024

Sevilla, ‘venga maja que en verdad eres hermosa’

(Bitácora de un viaje a España con mi padre)

Raúl Adalid Sainz

El poeta Federico García Lorca tenía razón: Si a Granada tenías que descubrirla en el llamado más profundo del alma de la sensibilidad para ver su más hermosa joya, a Sevilla no tenías que buscarla ni encontrarla: Es bella porque es bella. Ahí está toda ella para que la bebas y la comas toda entera.

Sevilla es un embrujo que aviva y despierta tus sentidos.

Un enero de 1982 viví al lado de mi padre su sortilegio árabe-andaluz. Esos aires del Río Guadalquivir bañado de sol. Una «Torre del Oro», contemplando como un testigo vivo y mudo de todo el oro guardado de América en sus alforjas.

Nos encontramos con una Sevilla no tan fría en su temperatura como había sido el gélido de Madrid, de Santiago, de Barcelona, o el de las tardes noches de Granada. Sevilla me mostraba su gracia. Su gente es una sonrisa. El sevillano es alegre, es una sevillana en baile, en rumba o en copla de toros. Ese acento andaluz marcado que recuerda la queja del árabe. Ese morisco que tantos siglos enhebró tu arquitectura y el correr intenso de sangre por tus venas.

Sevilla es La Giralda. Esa torre donde contemplas el portento de la ciudad, ese campanario mudéjar en la iglesia De Santa María. Tu catedral portentosa. Ahí donde está el sepulcro del descubridor Cristóbal Colón.

Mi padre pidió la explicación de un educado y maduro guía sevillano, para que nos condujera por el Alcázar de Sevilla, su voz era como un canto que nos mecía por la historia. Lugar primero de reyes árabes, después sede de Carlos V. Un sitio de arquitectura mudéjar. Donde los naranjos y el limonero llamaron mi atención. Recordé al poeta sevillano Antonio Machado que decía en su poema «Retrato»: «Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero».

El sol brillaba rubio por las plazas sevillanas, por esos callejones de tu centro, calles gráciles que al mediodía invitan a tomar una manzanilla, o un jerez para abrir apetito.

La comida andaluza no es tan generosa en sus recetarios como puede ser la gastronomía en Madrid, en Galicia o en Cataluña.

Pero un Gazpacho andaluz, una sopa fresca, es singular en ese entorno de guitarra flamenca, después unos pinchos morunos. Ese carnero en pimiento rojo aderezado en aceite de olivo. Al terminar una copa de brandy Magno o Veterano.

Por la tarde, recuerdo que mi padre contrató los servicios de un cochero y su calandria para que nos paseara por el centro de las calles sevillanas. Ahí vi a mi viejo un poco cansado, pero su sonrisa le daba los hálitos necesarios de seguir en la aventura. Existe un parque en Sevilla, el María Luisa, donde te dan alpiste para alimentar a las palomas. Al enseñarles las semillas ellas van a ti y se te suben a tu cuerpo y a tu cabeza. Una comunión total con las aves. Es maravilloso. Mi padre reía al verme. ¡Ay padre mío. Cómo se te extraña! Al ritmo de una guitarra flamenca canto la pena de tu ausencia.

Pero el Guadalquivir estaba ahí sereno para llevarnos al siguiente día en aventuras por el gran Museo de Bellas Artes. Pinacoteca que guarda grandes obras de los clásicos pintores españoles: Murillo, Zurbarán, Velázquez. Un museo pictórico importantísimo en España.

Hoy, al escribir sobre Sevilla, he recordado a ese grupo maravilloso flamenco llamado: «Los Amigos de Ginés». Es que hay «un pañuelo de silencio a la hora de partir. Y algo se muere en el alma cuando un amigo se va».

Hoy, padre mío, el barco se hace pequeño cuando se aleja en el mar. Así es también la música andaluza, intensa como ella sola.

Al día siguiente viví contigo una aventura mística maravillosa. Conocer «El Cristo del Cachorro». En una iglesia sevillana se encuentra un Cristo con rostro gitano. La tradición decía que un escultor una noche topó con el cuerpo de un moribundo acuchillado en el «Puente de Triana», ese que separa a Sevilla del «Barrio de Triana», sitio de gitanos. Esa noche el gitano murió en los brazos del escultor. Al tiempo ese artista dejó su obra escultórica de un Cristo en «La Basílica del Patrocinio», del Barrio referido. La gente al ver el rostro del Cristo decía: «¿Oye tú, ¿qué este rostro no es el de «Cachorro», el gitano aquel del Barrio de Triana? «. A partir de ahí, ese Cristo se llama: «El Cristo del Cachorro».

En Sevilla hay muchas historias, muchas fantasías también. Todo es por la herencia del árabe que es tan dado a la ficción. El sevillano heredó ese carácter. Son sencillamente maravillosos.

Dejo para despedir a Sevilla, la visita que tuvimos mi padre y yo, al mismo ruedo de la plaza de toros, «La Maestranza»; esa de tantas tardes de triunfo del gitano sevillano «Curro Romero», pero esa es historia para otro redondel de escrito.

Al son de esta sevillana les digo adiós. Una luna lunera alumbraba la noche de Sevilla y ellas tienen su propio embrujo y compromiso. ¡Olé mi Sevilla del recuerdo!

Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan

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