Federico Berrueto
Incierto el origen, religioso o simple sabiduría popular la idea de que el tiempo premia o castiga según uno se comporte. En lenguaje un tanto soez está la máxima de el que se porta mal se le pudre el tamal. En fin, de alguna manera eso de que se cosecha lo que se siembra sucede en todas las actividades. ¿También en la política? Eso parece, aunque no con todos, ni todo el tiempo. La memoria privada o pública es selectiva y el pasado se aprecia con el cristal no tan transparente e imparcial del presente. Allí está la idea de que la historia la escriben los vencedores que, en estos tiempos del individualismo posesivo, parece tarea de los vendedores.
Un ejemplo reciente ha sido la conmemoración del aniversario del PRI, el partido columna de la política por más de setenta años, que perdió la presidencia de la República, pero mantuvo el control del Congreso donde diluyó el ímpetu transformador de la oposición vuelta gobierno. Recuperó la presidencia, aunque por los resultados en el registro popular jamás regresará, por más que su dirigencia aplica la tesis de nunca digas nunca. Sin embargo, el desangelado aniversario no sólo tiene que ver con la precariedad de la institución y el poco aprecio en los votantes, también con el afán destructivo y excluyente de quienes le dirigen. No tienen mucho a quien convocar, más cuando ya se repartieron las candidaturas. El futuro del PRI es su reinvención, desde luego que para ser exitosa debe ser por dirigentes muy distintos de los de ahora; venturoso ejemplo es el de Coahuila.
Como quiera que sea, los hombres de poder siembran afrentas, algunas veces sin advertirlo, por la expectativa de muchos en ellos. Las pretensiones frustradas generan facturas imaginarias e impensables. Un presidente con amplia discrecionalidad -como el actual-, sin un estricto control de los suyos plantea agravios más allá de los afectados -que no son pocos-, por sus desplantes autoritarios e incontenibles expresiones calumniosas.
López Obrador carece de empatía hacia grupos afectados y no sólo eso, cuando tienen una expresión pública adversa o crítica, él replica grosera y majaderamente. La práctica es tan generalizada que ya no se le toma tan en serio, aunque sigue siendo el hombre más poderoso de México y sus expresiones hasta hoy ocasionan graves consecuencias.
No es mala la firmeza de la autoridad. De hecho, es una ventaja; sin embargo, esto significa consistencia y un trato igualitario con los de casa, los afines, los independientes y los adversarios que para el presidente son enemigo. Es cierto que el buen gobernante carece de amigos, enemigos y hasta parientes. El tema del agravio al presidente es precisamente que no es parejo, además de que en ciertos temas como el de inseguridad o los de salud hay desplantes que rayan en crueldad.
Debe decirse que la gratitud es una prenda escasa. El presidente la procesa en términos políticos y electorales. Él asume que ya no se pertenece en el sentido de que todo lo hace para bien del pueblo, que debe corresponderle con la incondicionalidad de su voto. La premisa propia del clientelismo político, doy lo que no es mío (del erario público) para que me lo regreses a mí y a los míos: el sufragio. No todo se queda en los votantes, también la oligarquía se ha beneficiado de la discrecionalidad presidencial. A muchos de ellos castigó marginalmente con la cancelación del hub aeroportuario de Texcoco, pero los indemnizó a cuenta de los usuarios del aeropuerto. Los ricos más ricos son más ricos y los pobres más pobres son más pobres.
El presidente dice estar dispuesto a perdonar “dentro de la ley” 8 mil millones de pesos del adeudo al fisco de la empresa Electra de Ricardo Salinas. Si no los debe, entonces no hay perdón, no hay quita válida. En todo caso, el SAT pretende cobrar esa cantidad sin tener derecho. Si realmente se deben, no puede dar un trato privilegiado y discriminatorio. Pero son cosas muy ajenas al mandatario porque para él lo importante es el poder presidencial no la ley.
Los difíciles días del cierre y más el séptimo año son de ingratitud y reclamo. La mayoría de las veces, cuando vienen de los de casa son interesados; los demás, que tampoco son pocos, producto del ejercicio despótico del poder presidencial.