De mi libro «Historias de Actores», algo que con el tiempo me pregunto si fue realidad o sólo una fantasía
Raúl Adalid Sainz
Llegó el actor a su cita vespertina de audición en aquel famoso «Centro Universitario de Teatro». El llamado «CUT».
Desde su terruño provinciano había oído de él. De él. El solo nombre ya indicaba que se trataba de un Dios sagrado. De un centro casi sacerdotal. Un lugar de estricta disciplina para formar guerreros. Actores titanes que engrandecieran su ser y el de la escena nacional.
Así que salió de su cuarto de pensión que rentaba y partió a los rumbos del bello Cultisur defeño.
Llegó al CUT. Se anunció. Tomó asiento. Después que una bella secretaria con tipo de actriz universitaria le dio la bienvenida y conminó a la espera. Oía desde su tregua, lamentos, gritos, suspiros. La intensidad emocional misma. «Están en trance», pensó. No sé por qué recordó a Grotowski. La lectura del libro, «Hacia un Teatro Pobre», lo traía perturbado. «Así, así es el teatro, sin más herramienta que la emoción del actor y su entorno». Emocionado y nervioso esperaba.
Salvador, así se llama el protagonista de esta historia, vio salir a un muchacho alto de la oficina que indicaba la puerta, con el título de «Dirección». Algo habló con la secretaria. Al darse la vuelta para salir, Salvador notó perturbación en su rostro, desazón, tristeza.
«Chin, a ver cómo me va», pensó Salvador, en la excitación del ¿quién sabe qué será esa entrevista dichosa que te hagan?
La secretaria con el ceño intenso y fruncido le dijo: «Ya Puedes pasar».
Se levantó resuelto, como diciendo en su actitud: «No recorriste 1000 kms para acojonarte. Recordó a su maestro regional norteño que parecía decirle: «Va puto, va cabrón».
Entró. Un señor gordito, de barba blanca, cabello entrecano, y una pipa que encendía, le dijo: «Buenas Noches». Lo conminó a sentarse, «Lo escucho».
«No pues yo estoy muy contento de estar aquí, vengo desde Torreón y estar aquí en el CUT, era un sueño largamente acariciado». ¡Órale!, Salvador se había echado la dominguera. El hombre gordito con acento polaco, aspiró su pipa y le dijo: «Pero esto no es el paraíso». «No, yo sé, pero para mí sí lo es». Salvador tomaba confianza. «Por qué quiere ser actor», inquirió viendo a los ojos, aquel hombre con facha de Santa Claus tierno eslavo.
«Pues mire, a mí el teatro se me apareció, yo ni quería estar ahí. Pero un día en la prepa nos encargaron hacer unos sociodramas. Nos consiguieron un teatro pequeñito de allá de mi región para ensayar y hacer la representación. Un día llegué temprano al ensayo. Mis compañeros no habían llegado. Me fui a la sala que estaba sola, estaba prendida la luz de trabajo. Me senté en las butacas. Miré a mi alrededor. Vi las luces. El escenario. Las bambalinas. El telón.
Todo parecía que tenía vida. Me paré inquieto y fui al escenario. Lo caminé. Vi las butacas. Sentí una soledad acompañada muy rara. Fui a la lateral derecha. Entre a bambalinas. Vi las cuerdas, el paso de gato. El olor era muy peculiar. Aún no lo defino. Sentí una gran paz, y me dije sin hablar, respirando: «Que bien me siento, que en paz estoy aquí». Me fue muy bien en el sociodrama. Me felicitaban. Pero yo estaba inquieto. Así que empecé a estudiar teatro amateur, pero pues ya me quedaba chico el terruño y pues dije: «¡Vámonos a México!».
«Y aquí está», dijo el gordito queriendo reír. «Pues sí señor aquí estamos».
«Estos días he entrevistado mucha gente y nada más se han quedado seis para la siguiente prueba. ¿Será usted el séptimo?».
«Pues ya aquí en confianza… pues sí, ¿no?».
El gordito eslavo ya no aguantó la risa. Aspiró la pipa, y dijo: «Ándele pues, dígale a la secretaria que le de sus textos para memorizar y que le diga la fecha y hora para la siguiente etapa».
Salvador fue un éxito en la siguiente prueba. Representó un texto del «Burlador de Sevilla» de Tirso. Improvisó una situación bajo ciertas premisas, dijo textos memorizados de «La Madrugada», del dramaturgo Juan Tovar y cantó. Cantó: «Amor Amor», del Príncipe de la canción. Al terminar de cantar, el gordito eslavo dijo con la pipa en la boca: «No pues los de Torreón también cantan».
Salvador ingresó al CUT.
El otro día que platiqué con él recordaba esta anécdota y me decía: «No sé si me quedé por simpatía o porque de verdad les gustaron mis pruebas y mi entusiasmo. Ahora que ha pasado tanto tiempo me digo: dónde se quedó aquella frescura linda que me abría tantas puertas».
Salvador sentía que algo muy preciado le había robado el correr de los tiempos. Y sí, noté que lo lamentaba.
Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan