No intacta, pero aquí
Daniella Giacomán
2025 fue intenso de inicio a fin. Un año de momentos inolvidables, de logros personales y conquistas laborales, pero también de aprendizajes profundos, de experiencias duras y de pérdidas de familiares y seres queridos. Un año que no pasó de largo, que se quedó en el cuerpo y en la memoria.
Si tuviera que definirlo con una sola palabra, sería intensidad. Esa que me hizo celebrar con el corazón lleno, sorprenderme de lo que soy capaz y sentir orgullo por lo construido; pero también la que me obligó a detenerme, a respirar hondo y a enfrentar emociones que no siempre supe cómo nombrar.
Fue un año de cosechas. De mirar atrás y entender que aquello que comenzó hace más de once años como una campaña de difusión en redes sociales hoy tiene voz en foros, en el Congreso, en espacios donde antes parecía impensable estar. De seguir caminando con un libro que ya va por su cuarto año —y que, sin buscarlo— me ha permitido conocer personas maravillosas y llegar a lugares que alguna vez creí lejanos.
Ese mismo camino de activismo me llevó este año aún más lejos de lo que imaginé. Tener una condición como el síndrome de Moebius me permitió compartir mi testimonio en el Estado de México, gracias a personas incansables que luchan por visibilizar las enfermedades raras. En ese trayecto conocí a seres humanos extraordinarios que me recordaron algo esencial: que somos historias en movimiento, que el diagnóstico no es destino y que sí, se puede salir adelante.
En medio de todo, mi cuerpo empezó a hablar distinto. La perimenopausia —de la que poco se habla y mucho se siente— hizo estragos en mí. Hubo días en los que no me reconocía, en los que cosas que antes me entusiasmaban dejaron de hacerlo, en los que lloré por todo y por nada.
Hubo momentos en los que la neblina mental no me permitió concentrarme: olvidé nombres, palabras, y pasé horas de angustia pensando que quizá ya no iba a rendir igual en el trabajo. Me sentí perdida y sola, aunque no lo estaba. Todo eso que creíamos eran mitos resultó ser real. Es la antesala de uno de los cambios más profundos en la vida de una mujer, y agradezco tener amigas con las que transito este proceso sin máscaras.
Pero 2025 también trajo despedidas. Se fue uno de mis mejores amigos, a quien extraño profundamente. Falleció mi abuela paterna y lo que más me dolió fue ver a mi padre triste, cargando silencios que no siempre se pueden aliviar. La pérdida reordena la vida sin pedir permiso, y este año me lo recordó más de una vez, con el fallecimiento de un excompañero de trabajo y de una amiga de la Universidad.
Si no me rompí del todo fue por quienes se quedaron. Por el apoyo incondicional de mi mamá y de mis hermanas, que estuvieron ahí incluso cuando yo no sabía bien cómo estar conmigo misma. Por mis amigas de mi pequeña tribu, las que aguantaron mis cambios horrorosos de humor, mis silencios y mis días grises; esas amistades con las que puedo ser yo misma, decir lo que pienso sin miedo y saber que, al final del día, todo se acomoda y nada se pierde.
Hoy, al mirar atrás, la gratitud aparece como una forma de memoria. Agradezco a las personas que me sostienen con palabras y hechos, que comparten su luz sin pedir nada a cambio.
Agradezco a Dios, porque no me soltó de la mano; porque en todas las veces que quise tirar la toalla —en distintos ámbitos— no solo me acompañó, sino que me mostró el camino, incluso cuando yo no alcanzaba a verlo.
Cierro este 2025 agradecida. No intacta, no igual y menos en calma. Sigo aprendiendo, sigo sintiendo con esa intensidad y sigo caminando, a veces con dudas y a veces con certeza, pero acompañada. Con fe, con amor alrededor y con la claridad de que incluso en el desorden, la vida tiene sentido.







