La otra cara de la fortaleza
Para Claudia,
Por recordarme que sanar también es ser fuerte.
Daniella Giacomán
He vivido gran parte de mi vida con la idea de que ser fuerte significa no mostrar debilidad, no llorar, no detenerme. Me exigí tanto que aprendí a ignorar el cansancio, a callar el dolor, a esconder lo que realmente sentía. Ser dura conmigo misma se volvió un refugio y, a la vez, una barrera.
Recuerdo cuando tuve la segunda y última cirugía de la sonrisa. Era un momento que requería tiempo para sanar, para detenerme y cuidar de mí misma. Pero a los siete meses, ya estaba en otra ciudad, con otro trabajo, rodeada de nuevas personas y retos. Fue un cambio brusco, casi un salto al vacío que no me dio tiempo de respirar. Pasé dos años tratando de adaptarme, luchando con las heridas visibles y las invisibles, sin permitirme mostrar lo que realmente sentía.
No fue hasta mucho después, once años, que empecé a entender lo dura que he sido conmigo misma. Aquellos años fueron una prueba constante de resistencia, donde mi cuerpo y mi mente se vieron obligados a seguir adelante sin descanso. La exigencia que me imponía no era solo profesional o social, era un mandato interno, casi como una voz que no permitía rendirse ni pedir ayuda.
Con el tiempo, esa voz empezó a callarse y me di espacio para escuchar lo que había estado reprimiendo: miedo, cansancio, tristeza y la necesidad de ser cuidada. Me di cuenta de que esa dureza había sido una forma de protegerme, pero también un freno que me impedía crecer y sanar plenamente.
Hoy comprendo que la fortaleza verdadera no está en negar la vulnerabilidad, sino en aceptarla. Permitirnos sentir, llorar, caer y levantarnos es parte del camino hacia una vida más plena y auténtica. Por eso, ahora me abrazo con ternura, reconociendo cada paso que di y cada cicatriz que llevo conmigo.