Enrique Martínez y Morales
Si bien es cierto que no hay sistema político perfecto, también es válido decir que las democracias son la forma de acceso, ejercicio y relevo del poder menos peligrosa y más justa que existe. Para que las democracias funcionen y sean efectivas requieren de sistemas electorales funcionales, representativos y balanceados.
Estados Unidos, la principal potencia económica mundial, se ha convertido en el paladín internacional que juzga el grado democrático de las naciones y castiga a las dictaduras con la guerra o el embargo. Sin embargo, como dice el dicho, mira la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.
El régimen de votaciones norteamericano, y por lo tanto el sistema democrático, dista mucho de ser el ideal. Los dos principios básicos, los pilares sobre los que debiera descansar el andamiaje electoral de un país, son el hecho que todos somos iguales, por lo tanto, cada voto debe valer lo mismo; y el otro es que el ganador lo determina la mayoría de los votos.
El mecanismo indirecto que prevalece en nuestro vecino del norte viola ambos principios. A cada entidad federativa se le asigna un número de votos en el colegio electoral hasta sumar 538, mediante el esquema de “el ganador toma todo”. Eso quiere decir que quien gana en un estado, así haya sido por solo por un voto, se lleva todos los puntos asignados y el perdedor cero. Por mencionar los extremos, California cuanta por 50 votos mientras Alaska solo suma 3.
Parte del problema es que la distribución de votos no es justa. Así, por ejemplo, los electores de Wyoming son más valiosos porque solo 92 mil de ellos representan un voto electoral, mientras que en Michigan se necesitan 4 veces más de ciudadanos para contabilizar un voto.
Además, como pasó en la primera elección de Donald Trump contra Hillary Clinton, no siempre gana quien obtiene la mayoría de los sufragios. El capricho del sistema vigente, a todas luces caduco y que pudo haber sido conveniente mucho tiempo atrás, puede ofrecer resultados aberrantes. Hillary perdió la elección aun teniendo una diferencia a favor de más de 3 millones de votos populares.
Es cierto también que nuestro sistema tampoco es perfecto. Contamos con incongruencias como la existencia de senadores plurinominales que rompen con el esquema de una representación igualitaria de los estados en la Cámara Alta, o la sobrerrepresentación excesiva de algunas fuerzas políticas en la Cámara Baja, pero cuando menos los principios democráticos rectores prevalecen. En México todos los votos valen lo mismo y gana quien obtiene la mayoría.
Ya es tiempo que Estados Unidos revise su sistema electoral, si es que aspira a mantener su liderazgo económico y político en el mundo.