Enrique Martínez y Morales
Confieso que no soy gran seguidor de los deportes. Los juegos televisados de futbol soccer comienzan a llamar mi atención cuando comienza la liguilla y los de americano cuando se acerca la fecha del Super Bowl, el cual suelo disfrutar más como un pretexto para prender el asador y convivir con familia y amigos, que por una genuina pasión deportiva.
Por el contrario, me interesan mucho las estadísticas que se generan en eventos como ese, convertido en un gran laboratorio para el análisis de acontecimientos económicos. Por ejemplo, saber que el minuto de tiempo aire de comerciales se comercializó en 14 millones de dólares nos da una cifra del máximo dispuesto a pagar por las empresas en campañas publicitarias; o conocer que ese día los norteamericanos consumen el 15% de las importaciones anuales de aguacate procedente de México, algo así como 130 mil toneladas, nos da una idea del potencial económico de esa fruta conocida ya como el oro verde.
Este año lo que más llamó mi atención no fue algún fenómeno económico o algún récord generado. Fue la actitud de uno de los corredores de los Jefes de Kansas. El partido había estado inusualmente parejo y reñido. Después de una jugada de conversión, faltando 5 minutos para el final del juego, las Águilas empataron a 35 puntos.
Ya cerca del área de anotación, Jerick McKinnon, corredor de los Jefes, recibió el balón de manos del mariscal de campo, el célebre Patrick Mahomes, para escabullirse entre la defensiva enemiga. Pero cuando estaba a punto de anotar, con el camino completamente libre para hacerlo, sucedió algo insólito que no entendí de momento: se tiró al suelo una yarda antes de llegar a la meta.
Después comprendí la estrategia. Al reloj todavía le quedaba más de un minuto y si hubiera anotado en ese momento, el equipo adversario hubiera tenido tiempo suficiente para contratacar y anotar. Tenían el número de jugadas necesarias para agotar el tiempo hasta dejarlo con escasos segundos, insuficientes para una contraofensiva, y luego tratar de meter un gol de campo, que a esa distancia sería pan comido para un pateador tan experimentado como Harrison Butker.
Jerick McKinnon renunció a la gloria personal en aras de un bien mayor. Eso se llama trabajo en equipo. Pudo haber anotado y pasar a la historia, pero hubiera puesto en riesgo el campeonato de todos. Prefirió cederle el honor de conseguir los puntos para el triunfo a alguien más y así aumentar radicalmente las probabilidades de conseguirlo. Si todos siguiéramos el ejemplo de Jerick McKinnon, no solo en la cancha sino en la vida, el mundo sería un lugar más amable y justo para todos. Gran lección la que aprendimos el domingo.