Enrique Martínez y Morales
El triduo de días comprendido entre el último de octubre y el segundo de noviembre es uno de importantes celebraciones. Los anglosajones conmemoran Halloween el 31 de octubre, los católicos el Día de Todos los Santos el 1º de noviembre y la tradición mexicana el Día 2 de Muertos. Hay para todas las creencias, culturas, religiones y tradiciones. Se vale, también, celebrar todas, siempre y cuando la prioridad sea la nuestra.
Fusión perfecta entre la diosa precolombina de la muerte “Mictecacíhuatl”, la picardía mexicana, la inventiva de José Guadalupe Posadas y la creatividad de Diego Rivera para bautizarla, la catrina, originalmente llamada Garbancera, se ha convertido en un ícono de identidad y unidad nacionales que traspasa fronteras.
Lejos de ser una fecha de duelo y de guardar, esta efeméride es motivo de fiesta y de júbilo para los mexicanos. Cierto, a lo largo y ancho del país las celebraciones varían ampliamente en formas y estilos, pero no en pasión e intensidad. Los altares, las calaveras de azúcar y el pan de muerto son símbolos mexicanos, no exclusividad regional.
En pleno Siglo XXI la ciencia reporta avances impresionantes y ha respondido preguntas imposibles de contestar antaño. Pero una sigue sin resolver: ¿Qué hay más allá de la muerte? Las religiones, instituciones milenarias que reclaman para sí el monopolio de la verdad, ofrecen una amplia gama de respuestas basadas solo en la fe.
La incertidumbre es la madre del miedo, sensación que el mexicano no puede darse el lujo de aceptar. Todo lo contrario: los descendientes de Cuauhtémoc, Hidalgo, Juárez y Villa, herederos de una estirpe de valientes, hemos introducido la muerte en nuestra cultura, transformándola en motivo de alegría, de júbilo y hasta de mofa.
Junto con las fiestas patrias y las decembrinas, debemos celebrar con igual ímpetu las del 2 de noviembre, no solamente para honrar a nuestros seres queridos que se nos adelantaron en el camino, sino también para afianzar y fortalecer nuestros valores, nuestra cultura y sobre todo nuestra identidad.
Nada tengo en contra de las costumbres importadas, consecuencias de una inevitable integración cultural y de una globalización benéfica para todos. Esas prácticas podemos sobrellevarlas, siempre y cuando no olvidemos nuestras raíces y nuestros orígenes, tengamos muy claras nuestras prioridades y cultivemos en nuestros hijos el amor a México y a sus tradiciones.
Llevemos a nuestros hijos disfrazados a pedir “Halloween”, es divertido e inolvidable. Pero también visitemos los panteones, llevemos flores a nuestros seres queridos fallecidos, pongamos nuestro altar con fotos, comamos pan de muerto, compremos calaveritas de azúcar, hagamos papel picado para nuestras cocheras, adornemos nuestras casas y, sobre todo, decoremos nuestro corazón.