Federico Berrueto
Todo empieza con un sentido de superioridad moral por una causa que se asume irrefutable; lo demás corre a cuenta de la voluntad que es puesta a prueba y se piensa que sólo la intransigencia puede llevar a puerto seguro. Escuchar las voces de la sensatez o del pragmatismo significa desviar el camino. El autoritarismo inicia con la nobleza por lo que se lucha, y se vuelve espiral irresistible al instalar el proyecto en las certezas y en las definiciones inamovibles, fijas.
El valor de la certeza es la columna vertebral del proyecto autoritario, reafirmado cuando se cree que quienes se oponen o dudan van contra lo más valioso e inamovible. La certeza es el blindaje; la duda, la amenaza mayor. Por eso el autoritarismo se enmarca en la lógica de guerra, a favor o en contra, no hay medios caminos, además, no requiere de reflexión, debate o discusión; frente a ello obediencia, fe ciega en el líder y su propuesta.
La espiral autoritaria se reafirma con los resultados; para efectos prácticos solo importa la aceptación mayoritaria del pueblo, representado por el líder y la superioridad de su causa. Las propuestas más radicales de devastación democrática inician con el aval del voto, recreándose con el consenso que nace de la polarización, con la convicción de que las mayorías son infalibles e irrefutables en una sociedad urgida de certeza y esperanza.
De alguna manera los movimientos populares autoritarios tienen similitud con la religión, no tanto con la política; la primera remite a fe, la política al pragmatismo y a verdades relativas y limitadas en el tiempo. Esto es, el poder de las verdades reveladas, la relación del líder con la grey y el peso del simbolismo sobre lo literal. No hay lugar ni espacio para la duda; la convicción de certeza es el punto de partida frente todo y así superar la duda y la evidencia en contrario. También tiene mucho que ver el peso de la emoción sobre la racionalidad, la que se recrea en los sentimientos de expresión colectiva.
No todo está bajo el tamiz de las emociones. La asignación de recursos, la palabra pontificada y acciones emblemáticas confirman el vínculo del líder con la sociedad y viceversa. Los beneficios materiales y simbólicos se vuelven blindaje. López Obrador registra elevados niveles de aceptación a pesar de la convicción de esos mismos de que su gobierno no ha hecho bien las cosas en importantes capítulos como la lucha contra el crimen y la violencia, la corrupción o el deterioro de la educación y la salud públicas. La fortaleza no está en la veracidad ni en la verdad. Se prescinde de los datos o la evidencia que cuestiona una vez que se acepta la superioridad de la causa y la conducción del líder; la crítica o la duda se vuelven anatema, repudiándose con la firmeza propia de la intransigencia. Las creencias tienen más peso que la realidad.
La lucha por el poder no se enmarca en el terreno de la política, sino de una forma de religiosidad que se acompaña de intolerancia ante el infiel que en el supuesto de su conversión ingresará al mundo de los creyentes, aunque la motivación sea ostensiblemente oportunista.
La espiral autoritaria carece de límites y de espacio para la coexistencia de la diversidad, premisa existencial de una realidad democrática, la aceptación del otro. No sólo se trata de reducir o descalificar al que disiente, sino de negar derecho de existencia porque compromete la integridad de la causa y fractura la inquebrantable fe de los leales. Por eso, en sus últimas consecuencias la espiral autoritaria conduce al totalitarismo, a expulsar al otro del estrecho espacio de su existencia. El exterminio del otro es el objetivo, simbólico; en casos extremos, real.
El relevo de gobierno dio impulso a la espiral autoritaria, como consigna el aval mayoritario de los votantes. No importa que la mayoría de los sufragios tengan como origen el clientelismo político o violentar las reglas para una contienda razonablemente equitativa. Los resultados convalidan la infalibilidad del líder y la superioridad moral de su causa, que se robustecen con reglas de sobrerrepresentación parlamentaria que alteran las premisas del pluralismo y permiten a una fuerza política con 40.8% de los votos imponer su visión de país y proyecto político, modificando partes sustantivas de la Constitución para validarlo e intentar volverlo irreversible.