Raúl Adalid Sainz
Salimos muy temprano de la Ciudad de México rumbo a Tepoztlán, Morelos. Un gran amigo, Jorge De Los Reyes, y su linda compañera de vida Leo Cohen, nos habían invitado, a mi esposa Elvira Richards, a José Juan Meraz y a mí, a pasar unos días en su casa. Era un reencuentro a más de un año y medio sin vernos. Otro objetivo fundamental tenía este viaje: conocer al «Príncipe de Tepoztlán». ¿Quién era este enigmático personaje? Nada más y nada menos que «Lucca», el pequeño bebé de Leo y Jorge.
Jorge pasó por nosotros al antiguo DF y zarpamos, sin dejar de pasar al «Jarocho», por un tradicional, y ya risible, café mokita para el camino.
Las carreteras tienen la magia del develar la charla y muchas veces los secretos. Mientras Jorge, José Juan y Elvira dialogaban, yo contemplaba la boscosa carretera de la autopista México-Cuernavaca, que siempre me ha gustado. Al ver ese verde de rocío de la mañana, sentía como si una puerta se abriera, me mostrara y me dijera, que la vida no es más que disfrutar el momento. Sin pensar mayormente, sólo sentir y percibir el ahora. ¡Que bendición esa del tener amigos!
Al llegar a Tepoztlán, una puerta que resguardaba una casa se abrió, dos seres sonrientes iluminaron la entrada, eran «Leo» y un niño de luz brillante que reía, era el mismísimo «Príncipe de Tepoztlán», que parecía decir: «Bienvenidos a mi Palacio».
Y eso fue. Fue entrar a un mundo encantado donde una llave mágica iba guiar esos tres días de estadía. La clave era muy sencilla a descifrar: déjate llevar en el amor, en la sencillez, y en el deseo de ser. «Lucca» y sus apariciones, cual estrella de Broadway, nos arrobaban. Su risa es una puerta de tercera llamada al paraíso. Es contemplar y sentir a un ángel.
Las mañanas de desayuno recordando amigos de los teatros, del cine, anécdotas, risas simplonas por lo acontecido, esos tlacoyos del mercado, esos huevitos, esas conchas y roles, todo matizado con un rico café. Nuestros asados, teniendo al cerro del «Tesoro», por testigo. Ahí donde dicen se filmaron secuencias de «Los Tres Huastecos», meterse a la alberca, sentir el sol de Tepoz en tu espalda, recordar a La laguna comiendo «Bombas» de tortilla de maíz con queso derretido de asador. Los Choripanes de Giorgio de los Reyes, una delicia, oír hablar del poeta Sandro Cohen, padre de «Leo», sus libros que me prestó que serán una invitación a otros mundos en su lectura por hacer. Las noches recordando a Sonia Salum, al Teatro Martínez, a aquellos personajes del teatro lagunero. Recuerdos que nos hacían reír, vivir, todo por la sencilla fortuna de sentir que la maleta va llena de venturas y sorpresas nuevas al despertar al mago de la reminiscencia.
Atisbar la felicidad no es más que charlar con un amigo mientras este saca el musgo del pequeño laguito del jardín y alimenta a los pececitos. Es oírlo, dejar sentir los segundos en ti, sin pensar, sólo viviendo el aquí y ahora. Ese poder contemplativo tan ausente en el presente.
Salir a pasear en la tarde por las calles lugareñas en coche, sin rumbo fijo, sólo con la brújula del navegar y estar. Querer un pizza en el antojo y no poder comerla porque los restaurants los cierran a las 8pm en ese lugar de la abundancia del cobre llamado Tepoztlán.
El «Príncipe de Tepoztlán», había despertado su hechizo inocente en nosotros. Creo que todos fuimos unos niños, y ahí fue el secreto. «Lucca», nos irradió un no sé qué, que aún no alcanzo a comprender. Ni falta hace. La mente siempre será pequeña para la grandeza de la sensorialidad.
Existen en ese palacio tres mascotitas maravillosas, llenas de amor y encanto. El perrito «Humo», a quien conocí cachorrito, la perrita hermosa «Sandia» y un padrote coqueto y amoroso gato llamado «Pokemón». Sin olvidar las atenciones tan llenas de calidad de la señora Elsa.
El viaje había llegado a su fin. La Ciudad de México nos esperaba. El palacio y sus bellos moradores nos despidieron. Antes nos tomamos unas fotos como el recuerdo impreso de la imagen. Estas nunca revelarán los secretos despertados. Las puertas se abrieron para el adiós. «Leo», nuevamente con el príncipe «Lucca» en brazos nos invitaban a volver a ese castillo. Las mascotitas veían nuestra partida. El sol de Tepoztlán brillaba. Jorge tomó el rumbo del coche y nuevamente veía la ruta del regreso en autopista. Ayer y hoy, al recordar esa experiencia, me hace querer revelar qué viví en ese palacio. La respuesta es muy simple: sólo viviste y sentiste el amor, en la cándida grandeza de la sencillez humana.
Este escrito va dedicado con todo el amor, a Leo, a Jorge, a José Juan, a Elvira, a la señora Elsa, a las mascotitas, y por supuesto a un ser irradiante y hechizante: a «Lucca», el «Príncipe de Tepoztlán».
Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan