Federico Berrueto
Quizá como en ninguna otra parte, en México la política personaliza sus procesos. No es vieja historia; seguramente viene del régimen que sucedió a la república restaurada, el porfiriato, en referencia a Porfirio Díaz quien gobernara el país por tres décadas. Se tiende a simplificar, más la historia popular cuando se recrea en los veneros interesados de los ganadores o del mismo grupo político en el poder. El porfiriato pasó a condena a pesar de merecer un examen profundo y riguroso; para bien y para mal su huella fue trascendente.
Callismo, cardenismo, alemanismo, echeverrismo, salinismo, obradorismo aluden no sólo a un presidente, sino a un proyecto en el poder que pudo imprimir su sentido propio e identidad. Es difícil ahora hablar de claudismo, aunque no falta quien lo refiera en el afán de adulación. Es necesario un esfuerzo mayor para entender los procesos políticos y sociales, también, como parte de la cultura política, en que el presidente es el actor relevante, aunque en los hechos sea la sociedad. López Obrador se debe a los millones de votos que le llevaron al poder, a las mayorías abonadas en el rencor y a las élites acomodaticias que le dejaron destruir al régimen democrático para sentar las bases de la autocracia que se vive y reafirma con cambios legales y consenso popular.
Los primeros 100 días del gobierno de la primera mujer presidenta no dan cuenta de un sentido diferenciado de ejercicio del poder. Desde luego, que la señora Sheinbaum es notoriamente distinta a su antecesor en muchos sentidos: preparación, origen social, formación política y más, pero no resulta relevante respecto a lo fundamental, asumirse y actuar como la continuidad, el segundo piso con todo lo que entraña para dar vigencia al proyecto político obradorista.
López Obrador cambió al país, particularmente el consenso social hacia su proyecto a pesar de los pésimos resultados de la gestión de gobierno en los diferentes rubros. Como en otras épocas, aunque hoy más profundo y trascendente, existe una identidad entre las ideas, fijaciones y mitos sobre el poder de López Obrador y los de una parte relevante de la población. No sólo es cuestión de acuerdo, también de acomodamiento de intereses, particularmente los de los grandes empresarios y ahora los del ejército de regreso como actor relevante.
El reto para la continuidad son los cambios en el entorno, especialmente tres: la evolución del crimen organizado, involucrado en la política y en los juegos de poder como nunca; la relación con el vecino del norte; y las difíciles condiciones de las finanzas públicas, inversión y crecimiento. Es un error insistir en la polarización en tales condiciones, lo que se ha hecho en estos meses, no sólo por razones de civilidad, sino porque cualquiera de los tres temas requiere de una convocatoria a la unidad de una voluntad colectiva que no significa que la oposición formal tenga un lugar protagónico o que se pierda el sentido de autoridad que concede el voto.
Cada régimen configura su propia imagen. Para el obradorismo asociarlo a la autocracia y no a la democracia debe ser una agresión mayor, al aludir al mandato popular y al consenso sobre lo que las autoridades y el Congreso hacen de manera unilateral. Sin embargo, la realidad es la que determina y no la propaganda o los buenos deseos de quien detenta el poder. Con los cambios constitucionales recientes se afectaron las premisas esenciales del régimen democrático o más bien de un sistema híbrido por sus insuficiencias. La factura autocrática se acredita con la afectación a los equilibrios y límites a la autoridad, con la militarización plena de la seguridad pública, el deterioro de la libertad de expresión derivado de la autocensura y la destrucción de la Corte como instancia independiente y autónoma del poder, además de la eliminación de órganos autónomos relevantes y la colonización de varios de ellos, ejemplo la CNDH, el INE y el Tribunal Electoral.
Como tal, es útil valorar el proceso político en curso, no sólo la gestión de una presidenta que en sí misma, por su condición de género, representa un cambio positivo y prometedor. En este sentido, ampliando el espectro de valoración en tiempo y contenido necesariamente tendrá que considerarse el proceso político que inició con la elección de 2018 y que sin duda significa un cambio histórico trascendente que modificó a profundidad el ejercicio del poder. La eficacia y la legitimidad actuales remiten a esa historia, a ese personaje fundador y al ejercicio vertical, discrecional y a veces arbitrario del poder público.