viernes 3, octubre, 2025

FRACTALIDADES

Chente Fernández: el panteonero del pueblo

Apolinar Ortiz de la Rosa sembró vida: en la tierra, en la memoria de su gente y en las sonrisas que dejó a su paso

Salvador Hernández Vélez

Apolinar Ortiz de la Rosa (don Polo) era apodado en el pueblo “Chente Fernández” por su gran parecido físico con Vicente Fernández. Inclusive, él se vestía, de la forma más parecida al cantante, con sombrero y pañuelo al cuello. Chente nació el 24 de julio de 1942 en Viesca, vivía en la calle conocida como La Orilla de Agua, a unas cuantas casas del tinaco –el tanque de almacenamiento de agua potable–. Se despidió de este mundo el 16 de abril de 2016. Sus padres fueron Hilario Ortiz Torres y María Luisa de la Rosa Gómez. Se casó con Manuela Luévanos Muñoz y tuvieron la dicha de engendrar a: Enedelia, Clementina, Juan, María Teresa, Manuel y María Gerardina.

De niño disfrutó de los manantiales, se iba descalzo con otros niños a bañar. Le quedaban cerca de su casa, se le iluminaban los ojos cuando contaba que era como un sueño ver las flores de lampazo flotando y sentir los peces en sus pies.

Fue sólo unos años a la primaria, con eso aprendió a escribir en letra cursiva y a leer de manera fluida. Dejó la escuela para ayudar a su papá en las tareas de obtener el sustento económico de la familia. Las condiciones así lo exigían, de hecho, en aquellos años la cooperación de los diferentes miembros del hogar era indispensable para salir adelante. Chente participaba en las labores agrícolas, aprendió de su papá a sembrar maíz, trigo, frijol, sorgo, ajos, entre otros cultivos. En esos años los manantiales todavía proveían suficiente agua. También cosechaban garbanzo en el Arco, y en el patio de la casa plantaban calabazas de castilla y flores para vestir las tumbas de los que se habían adelantado en el camino. En su adultez, Chente siguió sembrando, pero por su propia cuenta para el consumo familiar junto a su esposa.

Le gustaba ir en su bicicleta o en el carretón hacia Juan Guerra, siempre sonriente y amigable. Su carretón era estirado por su pareja de burros –al burro le llamaba “gruyo” y a la burra “gruya”–. Además iba al monte a cortar leña de mezquite; una parte la vendía entre sus vecinos y con el resto hacía carbón.

Chente también prestó sus servicios en la fábrica de sal (SULVISA) como cargador de bultos, además fue minero por varios años en unas minas del estado de Zacatecas, especialmente recordaba la mina “Las Víboras”. En el ejido La Fe, ubicado en la entrada del cañón de Ahuichila, se ganó el pan en la mina de mármol. Esas actividades le permitieron conocer los diferentes minerales que hay en la región. Al andar en las serranías, que también disfrutaba, aprendió el uso medicinal de la variedad de plantas semidesérticas y con gusto, cuando las personas le encargaban mariola, hoja sen, pitorreal u otra hierba, él se las llevaba. También capturaba pajaritos que las señoras le pedían.

Los últimos años de su vida, de 1997 hasta que falleció, fue el encargado del panteón del pueblo. Lo conservaba muy limpio, se quedaba hasta tarde vigilando, pues el cementerio cuenta con alumbrado público, inclusive la gente acostumbra a ir acompañada de su familia después de la caída del sol.

Contaba que, en una ocasión, él y su esposa vieron pasar a una mujer caminando vestida de blanco por enfrente de su casa (era la última rumbo al panteón), pero conforme se alejó vieron que no pisaba el suelo. Esto lo asustó mucho. Chente ayudaba a hacer los pozos de los fallecidos. A veces recogían huesos de difuntos, los colocaban en un costal y hacían espacio para el siguiente. Asimismo, se encargaba de pintar las tumbas y de arreglarlas.

Siempre fue muy participativo en las diferentes actividades de la comunidad, como en las brigadas de limpieza que hacía el municipio. Él pedía la poda de los árboles. Sus comidas preferidas eran las calabazas con queso, camote, calabazas de castilla y, sobre todo, lo que él cosechaba, tenía sabor diferente a las que se compran en el mercado.

Le gustaban las canciones de Vicente Fernández y las cantaba a capela o chifladas. Apolinar “Chente” fue muy amigable y trabajador, su sonrisa contagiaba a sus compañeros de trabajo y familia. La muerte estuvo muy presente en su vida, en el patio con sus flores y en el panteón que cuidó con esmero. Pero, más allá de eso, Chente sembró vida: en la tierra, en la memoria de su gente y en las sonrisas que dejó a su paso. Hoy descansa en el mismo lugar que protegió, convertido él mismo en semilla de recuerdo y gratitud para su pueblo.

jshv0851@gmail.com

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