sábado 14, junio, 2025

FRACTALIDADES

Doña Nacha: la mujer que sin letras hizo negocios e historia

María Ignacia enfrentó las desigualdades de género y educativas con ingenio, trabajo y dignidad. Sin saber leer ni escribir, construyó un legado admirable que desafió los límites impuestos

Salvador Hernández Vélez

Juan Ignacio Salazar Hernández y Rosa de la Torre Alvarado procrearon siete hijos: Juan −el relojero del pueblo−, Gumercindo “Chindo” −quien escribía poesía y diseñó el logotipo de Sal Hada, de la fábrica de sal−, Sanjuana, María, Felicitas −amas de casa y emprendedoras−, Miguel Ángel −pintor y poeta−, y María Ignacia Salazar de la Torre, conocida por todos como doña Nacha.

Doña Nacha nació en Viesca el 10 de diciembre de 1930, en tiempos en que el agua se desbordaba por las acequias y llegaba hasta los traspatios de las casas, donde se sembraba cebolla, chile, tomate, calabaza, ajo, árboles frutales… de todo. Paradójicamente, falleció el 15 de enero de 2019, en tiempos en que hasta conseguir agua para beber se había vuelto un verdadero batallar.

Aunque nunca fue a la escuela −pues en ese tiempo se priorizaba la educación de los varones, casi como valor exclusivo−, doña Nacha fue una mujer tenaz, trabajadora y autodidacta. Vivió más de 60 años en el barrio de La Tapatía, en la casa que hoy ocupa en comodato el Centro de Investigación y Jardín Etnobiológico del Semidesierto de la Universidad Autónoma de Coahuila.

Desde niña, hacía los mandados y ayudaba en los quehaceres del hogar. Aprendió a cocinar desde muy joven; su platillo favorito eran las papas a la mexicana. También aprendió costura: al principio cortaba a ojo camisas, blusas, pantalones, faldas, vestidos… lo que hiciera falta. Ayudaba especialmente a su hermano menor, al que llevaba a la primaria, esperaba a la salida y le confeccionaba sus pantaloncillos con ropa usada. Además, elaboraba colchas con retazos de tela, formando flores y cuadritos de colores.

Amaba las plantas, en especial los nogales, limones, naranjos, mandarinos, higueras, y cultivaba con esmero una nopalera que era la envidia de los vecinos, porque era frondosa y daba para hacer guisos. Aprovechaba la nuez que cultivaba para preparar dulces de leche quemada.

Se casó con Zenón Martínez Fraire y juntos tuvieron seis hijos. Decidieron su negocio: emprender con los dulces que preparaban −de leche quemada, jamoncillos, guayaba, menta y los tradicionales mamones de Viesca−, los vendía Zenón en el tren, de Viesca a Parras y a la Hacienda de Hornos, o en el mismo pueblo. Cocinaban en grandes cazos de cobre, meneando con cucharones de madera hasta que se viera el fondo del cazo: señal inequívoca de que la leche ya estaba quemada, lista para vender. La leche la compraban a los chiveros del pueblo.

En 1975 establecieron un estanquillo en la plaza principal, que funcionaba hasta altas horas de la noche. Allí vendían los dulces que preparaban, nieves, aguas frescas, duritos cocinados por doña Nacha con salsas caseras y, curiosamente, alquilaban revistas como Kalimán, Memín Pinguín, Lágrimas y Risas, o las de vaqueros. Las traían de Torreón y se rentaban a peso por día; si no se alcanzaban a leer, se pagaba otro peso al día siguiente.

También vendían en los juegos de beisbol: llevaban un carrito de madera que empujaban entre ambos. Doña Nacha, con gran sentido del humor −y ocasionales palabras altisonantes, con el debido permiso−, era querida por todos. Enviudó en 1983. El estanquillo cerró definitivamente en 2015, cuando se remodeló la plaza principal. Muchos recuerdan con nostalgia aquel sitio: ahí iban a tomarse una Coca-Cola, leer una revista, comprar un dulce de leche quemada… o simplemente a noviar y, en lo oscurito, robar un beso. Al lado del estanquillo de doña Nacha estaba el del señor José McCoy, quien vendía nieve. Después lo compró el profesor Tobías Lara y lo atendía su mamá, Manuela Martínez.

Doña Nacha amaba a los pajaritos: les ponía semillas y agua en botecitos, disfrutaba su canto. Contaba con una sonrisa que, sin saber leer ni escribir, había logrado hacer negocio. “¡Imagínense si hubiera estudiado!”, decía entre risas. Cuando alguien rentaba una revista, ella preguntaba de qué trataba para poder comentarla después; y muchos creían que también las leía. Así, doña Nacha enfrentó las desigualdades de género y educativas con ingenio, trabajo y dignidad. Sin saber leer ni escribir, construyó un legado admirable que desafió los límites impuestos. Era muy lúcida y despierta de mente. Descubrió el poder de invertir e innovar en épocas difíciles. Logró “leer” las revistas y crear un negocio entrañable que aún genera nostalgia entre sus antiguos clientes.

jshv0851@gmail.com

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