‘Goyo Trácalas’, una historia de sobrevivencia en Viesca
Salvador Hernández Vélez
Goyo nació el 13 de marzo de 1972 en Viesca. Vivió en el Barrio Monterrey con sus padres: Federico Salas Sosa y Francisca Espinoza Marrero. Desde los seis meses sufre poliomielitis. A la edad de cuatro años, en el Hospital Infantil Universitario de Torreón, le realizaron una cirugía en el pie izquierdo para recuperar la movilidad. Después, se fue a la CDMX, allá lo volvieron a operar, le injertaron hueso en la planta del pie y le adaptaron un aparato ortopédico. Él y su mamá vivieron en la casa de su tía Teresa Sosa (hermana de su papá) por más de dos años. Allá cursó el primer año de primaria, entró a los ocho años. Cuando regresó a Viesca en 1981, ya podía caminar e ingresó al segundo año en la escuela Andrés S. Viesca.
El deseo de sus papás era que estudiara, pues ellos tenían primaria trunca. Su papá se dedicaba a la crianza de chivas, vacas, yeguas y borregos, y su mamá al hogar.
En su infancia sufrió bullying por su enfermedad, pero eso no le impidió dos cosas: 1) aprender a manejar y arreglar su bicicleta para jugar con sus compañeros. Esta actividad le ayudó mucho a ejercitar sus músculos, y 2) construir un fuerte vínculo con los animales. Le gustó la crianza de gallos. Actualmente cría los mejores gallos de la región. Construye los corrales y comederos con material reciclado. Los galleros de la zona lo buscan para aprenderle sus técnicas y cuidados. Inclusive recibió el apodo de “Macarena” porque cuando los “húngaros” llegaron a la feria del pueblo exhibieron la película “Macarena” que trata sobre un gallero que padecía una discapacidad en su pie, como él. Ese apodo lo tomó con afecto, en cierta forma se sintió identificado con el gallero “profesional”.
Además de asistir a la escuela, en los días de raya, Goyo ayudaba a su mamá a vender gorditas a los obreros de la fábrica de sal, y de jueves a domingo en la cantina del pueblo “El paraíso terrenal” (del señor Maurilio) y luego al billar de Daniel de Ávila. Ahí aprendió a jugar billar y baraja. Apostaba las gorditas y la servilleta bordada con que envolvía la mercancía. A veces le pedían un encargo, pero al regresar de las apuestas llegaba sin las gorditas y sin dinero. Pese a que su papá le hizo mucho la lucha para que estudiara, cursó solo dos años de secundaria. A los once años trabajó en la gasolinera Hadad, luego su papá se lo llevó a cortar leña y a cuidar chivas sin descansos.
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Con más edad y con algunos amigos, trabajó en el municipio de San Pedro, limpiando acequias y cortando calabazas en el campo. Ahí vivieron una situación muy injusta y precaria. Almorzaban, comían y cenaban calabazas, y tomaban agua de los regadíos. Se inconformaron por el trato y porque no les pagaban, ni los retornaban a Viesca; pero como pudieron, exigieron su pago y que los regresaran. Los dueños enojados los dejaron en Matamoros a medianoche. En la camioneta de redilas donde los trasladaron, transportaban refrescos, frituras y abarrotes, y de ahí se cobraron. También varias veces fue a la pisca de algodón, pero no sacaba ni para comer.
Las condiciones de vida de Goyo eran preocupantes, pues no tenía trabajo y estaba por vivir la muerte de sus padres. Suceso que le provocó depresión y lo motivó a consumir sustancias ilegales. Según él, le disminuían el dolor de su pierna y le hacían sentirse aceptado. La depresión fue aumentando a la par de su pobreza, porque en su desesperación por consumir sustancias, perdía el dinero que podía conseguir. Comenta que se iba a los basureros a buscar qué vender. Así surgió su segundo apodo: “Goyo Trácalas”, porque todo lo que encontraba lo quería vender o tracalear. Aprovechaba que la gente le regalaba zapatos o ropa usada y con ello hacía sus trácalas para comprar estimulantes.
Cuando sus hermanos le llamaban la atención los enfrentaba con coraje. Hasta que un día, uno de ellos lo invitó a dar una vuelta para ir a sacar la credencial de elector a Matamoros. Y lo trasladaron a Francisco I. Madero a un anexo donde se rehabilitó en un periodo de cinco meses y ocho días. Hoy en el pueblo se le ve sonriente y le agradece a Dios, por la nueva oportunidad de una vida sin drogas; y a sus hermanos y a la gente que lo ayudó. A la fecha ya son dos años sin consumir. Vive solo. Lo sostienen los aprendizajes de sus padres que lo enseñaron a trabajar con los animales y su bici, en ella hace mandados en el pueblo.
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