Enrique Martínez y Morales
Todo ser humano busca trascender, dejar huella. El problema es cuando esa huella es dejada en forma involuntaria y no siempre se utiliza para el beneficio común: una compra en línea, un comentario en redes, un trayecto registrado por el GPS, deja nuestra impronta registrada en el espacio digital. Todo parece ligero, fugaz, pero en realidad se convierte en materia prima de un nuevo orden económico: el capitalismo de vigilancia. Un sistema que, como un espejo invisible, refleja quiénes somos, lo que sentimos y hasta lo que podríamos desear mañana.
Este modelo no se limita a observar. Busca anticiparse. Quiere conocer nuestros hábitos antes que nosotros mismos, pronosticar con qué canción despertaremos o qué producto añadiremos al carrito. Y en esa capacidad de predicción, late también un poder de persuasión. Los algoritmos no solo muestran el mundo: lo ordenan, lo jerarquizan, lo colorean. Deciden qué noticias aparecen primero, qué rostros nos sugiere la pantalla, qué caminos digitales recorremos sin notarlo.
El riesgo es evidente: perder la frontera entre lo que elegimos y lo que nos fue sugerido. La privacidad, que solía ser un refugio íntimo, se vuelve un bien escaso. Y con ella tambalea la libertad de pensamiento, porque manipular la información que recibimos puede moldear, silenciosamente, nuestras decisiones colectivas.
Pero sería injusto mirar este fenómeno solo con desconfianza. El mismo sistema que vigila también obliga a las empresas a ser mejores. Hoy, una mala experiencia se comparte en segundos y recorre plataformas que exigen transparencia y mejores servicios. Los restaurantes cuidan su atención porque saben que serán calificados; los hoteles buscan ser impecables porque cada huésped es también un crítico; incluso los gobiernos enfrentan ciudadanos que, armados de un teléfono, pueden denunciar abusos y exigir rendición de cuentas. El capitalismo de vigilancia, en ese sentido, también abre ventanas: nos da poder como consumidores y como ciudadanos.
Estamos, pues, en un tiempo de paradojas. Por un lado, los algoritmos amenazan con reducirnos a simples perfiles de datos; por otro, nos entregan herramientas para exigir calidad, para construir confianza, para acercarnos más a servicios personalizados que hacen la vida más cómoda. La pregunta no es si debemos rechazar este modelo —ya forma parte de nuestra realidad—, sino cómo domesticarlo, cómo hacerlo compatible con la dignidad humana y la democracia.
La historia enseña que ninguna fuerza es invencible cuando la sociedad despierta. Igual que en la Revolución Industrial surgieron derechos laborales, hoy podemos impulsar derechos digitales: reglas claras para proteger la intimidad, transparencia en el uso de datos, educación tecnológica que nos haga críticos y no ingenuos.
El capitalismo de vigilancia es un espejo, pero también una ventana. Refleja nuestras vulnerabilidades, pero también abre oportunidades. Está en nosotros decidir si lo dejamos convertirse en un ojo que nos controla o en un instrumento que nos sirva. Porque al final, más allá de los algoritmos y de las plataformas, lo que debe prevalecer es nuestra libertad de elegir la persona que seremos en esta nueva era digital.