sábado 11, mayo, 2024

En mi libro, ‘Historias de Actores’, compuse este texto en homenaje a DON IGNACIO LÓPEZ TARSO. Una inspiración para un servidor

«De cuando el teatro se le apareció a Salvador y no le pudo decir que no»

Raúl Adalid Sainz

Salvador rondaba los diecisiete años. Muchacho del norte. Sencillo. Sin mayor preocupación que vivir su adolescente y curioso mundo que se abría. Como todos, o casi todos los muchachos de la región, era ignorante. Ajeno a las manifestaciones culturales. Un día lo sorprendió la vida. Su padre, hombre culto, lo invitó al teatro junto a su madre: «Vamos al teatro», le dijo entusiasmado. «No gracias…ay no, que aburrido», dijo Chava en la total abulia de las huevas. «Vamos hombre, de ahí nos vamos a cenar». El caso es que Salvador fue a parar por primera vez en su vida a un teatro. La obra era: «El Avaro», de Moliere, con Ignacio López Tarso.

Lo primero que llamó la atención de Salvador fue aquello de primera llamada, segunda llamada, tercera llamada, comenzamos. Las luces se apagaron tenuemente, hasta hacerse la oscuridad en sala, la luz se posó sobre el telón que se abría y aparecía una especie de carrusel de muñequitos que giraban y poco a poco cobraban vida. Marionetas humanas que empezaban a desarrollar aquello llamado teatro.

Aquel muchacho ignorante y llano de los páramos del norte paulatinamente fue cautivándose. En eso vio a un actor desgarbado, caminando con los talones hacia afuera, con peluca entrecana, gran maquillaje enfatizando sus facciones de cara en mueca, gritaba: «Mi dinero, mi dinero…¿dónde está mi dinero?». Era «Harpagón», el protagonista de la obra, «El Avaro»; el actor: Ignacio López Tarso, al que Salvador había visto en el cine interpretando al «Mudo Adán» en «El Hombre de papel», del gran Ismael Rodríguez.

Desde que López Tarso apareció en escena, Salvador no dejó de observarlo, estaba cautivado con su caracterización, con su habla, con sus reacciones, con el hechizo y magia escénica que desplegaba aquel histrión. Las actrices en sus trajes blancos, y aquellos corsettes que dejaban asomar parte de los marmoleos senos eran un alucine para Chava. Estaba hipnotizado con el todo teatral. La ficción lo había enamorado. Aplaudía como loco al final. Algo muy grande había pasado en él. A partir de esa noche de junio del 1979 Salvador no fue el mismo. El teatro lo había capturado. Lo había llamado. Quería volver a ver una obra de Moliere. Quería ser como Don Ignacio López Tarso. Quería vivir en aquel embrujo de luces, vestuario y escenografías de un escenario.

«No hay mayor locura que aquella de querer ser otra cosa de la que se es»: Moliere. Muchos años después, Salvador leyó esta frase del gran dramaturgo francés y comprendió muchas cosas. Recordó aquella noche que contra su voluntad había ido al teatro. Recordó aquel embrujo de llamado. Rememoró al «Avaro» y a Ignacio López Tarso. Salvador se había convertido en actor profesional. Había hecho innumerables obras de teatro. Había alternado con grandísimos actores y había sido dirigido por talentosos maestros de la escena. Uno cosa le faltaba: Trabajar al lado de quien fue su inspiración teatral: Don Ignacio López Tarso.

El teatro parece llamar como Cristo a los que menos uno se imagina. Salvador siempre se decía: «Pues si yo nomás era un vago del norte, y de repente se apareció el teatro». Sí, a Dios gracias el teatro se hizo presente en Salvador. Apersonándose para dar sentido cuerdo a la locura de lo que sí se es.

Nota: Aquella obra era dirigida maravillosamente por el maestro Miguel Sabido, la creativa escenografía y el vestuario eran de Roberto Cirou. En las fotos: Moliere y su sentencia proferida en la obra «El Burgués Gentilhombre», y el gran actor Ignacio López Tarso. Foto compuesta por la gran actriz, Tina French, compañera teatral en algunas obras de Don Ignacio, quien hizo favor de enviármela. ¡Gracias Tina!Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan

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