Jessica Rosales
Generación Z: La marcha que incomodó al gobierno
En los últimos días, la conversación pública se ha centrado menos en las razones que llevaron a miles de jóvenes a marchar por el hartazgo, inconformidad, exigencia de respeto y de futuro y más en la identidad de uno de los participantes, un influencer al que se le “descubrió” que ha trabajado en campañas del PAN.
Y digo descubrió entre comillas porque, en realidad, lo único que se acreditó fue que un joven creador de contenido realizó servicios de publicidad y marketing, como miles de profesionistas en este país.
Pero Morena y su maquinaria digital encontraron en ese dato la coartada perfecta: señalar a uno y descalificar a todos. Una estrategia tan vieja como conveniente: desviar la discusión, atacar al mensajero, reducir a la generación Z a un ejército manipulado. Es más fácil eso que aceptar un mensaje incómodo: los jóvenes están cansados y no se sienten representados.
La pregunta parece absurda, pero es exactamente el argumento que se utiliza para intentar desacreditar la marcha:
si un influencer ha realizado trabajo profesional para un partido, entonces toda su postura pública está determinada por esa relación.
¿En serio? Entonces, bajo esa lógica, todos los diseñadores, creativos, fotógrafos, publicistas, programadores y comunicadores que ofrecen servicios a un partido político quedan automáticamente descalificados de tener una opinión ciudadana.
Y más aún: solo podrían criticar al gobierno quienes pertenezcan al propio partido gobernante. ¿No es eso, precisamente, lo que la democracia busca evitar?
Confundir trabajo profesional con activismo partidista es tan torpe como peligroso. La gran mayoría de quienes trabajan en marketing político lo hacen como lo haría cualquier profesional: bajo contrato, por un proyecto, por una estrategia comunicacional. No conocemos las simpatías personales del influencer al que exhibieron; ni siquiera sabemos si las tiene. Y, aunque las tuviera, eso no invalida el derecho ciudadano de quienes participaron en la marcha.
Y del otro lado del espejo ocurre lo mismo: trabajar para un gobierno tampoco convierte automáticamente a una persona en militante del partido que impulsó a ese gobierno.
Miles de profesionistas, dígase médicos, docentes, ingenieros, comunicadores, administrativos laboran en instituciones públicas sin que eso determine su voto, sus convicciones o su crítica.
Que Morena pretenda convertir una prestación de servicios o un empleo en sinónimo de lealtad partidista solo exhibe su necesidad de controlar el relato, no la realidad.
Si para ellos todo aquel que trabaja con un partido “es parte de una conspiración”, ¿qué dirían entonces de los miles de empleados públicos contratados por gobiernos morenistas? ¿Todos son militantes? ¿Todos son obradoristas? ¿Todos piensan igual?
Es absurdo, pero es el argumento que pretenden imponer cuando les conviene.
Lo verdaderamente relevante aquí no es el joven que trabaja en comunicación.
Lo relevante es el intento de Morena por construir una narrativa que reduzca la marcha a una manipulación de partidos, cuando la evidencia apunta a lo contrario: fue una movilización que salió de redes, de chats, de jóvenes que rara vez se organizan… pero cuando lo hacen, cimbran.
En lugar de escuchar las razones de la protesta que sí existieron y fueron claras, el oficialismo prefirió atacar un rostro, inventar un villano y con eso pretender que la movilización perdió legitimidad.
Pero la legitimidad no la define el gobierno; la define la ciudadanía.
Un país maduro entiende que un individuo no representa a una multitud.
Un gobierno responsable entiende que un reclamo no se invalida por la profesión de quien lo emite.
Una democracia sólida entiende que criticar al poder no requiere permiso ni filiación partidista.
Quienes hoy buscan justificar lo injustificable lo hacen porque necesitan conservar un relato: el de un país donde nadie protesta sin que un partido lo manipule. Pero la generación Z rompió ese mito, y eso duele más que cualquier consigna.
La marcha no se explica por un influencer, ni por un contrato de publicidad, ni por un expediente laboral.
Se explica por un país que ya no convence a sus jóvenes. Y eso es más incómodo que cualquier “exhibida”.







