viernes 19, septiembre, 2025

En el tintero

Jessica Rosales

Sheinbaum rompe con el patriarcado en un grito de independencia

El pasado 15 de septiembre, durante la conmemoración del Grito de Independencia, la presidenta de México Claudia Sheinbaum evocó a Josefa Ortiz Téllez Girón, pero lo hizo de una manera distinta a como históricamente se le menciona: sin el “de Domínguez”. Este gesto, aparentemente pequeño, encierra una carga simbólica profunda en el México del siglo XXI, y cobra aún mayor relevancia al provenir de la primera mujer presidenta de nuestro país.

En su conferencia matutina del miércoles, Sheinbaum explicó con claridad el motivo: “Pues porque las mujeres no somos de nadie. Había esta idea de que pasabas de ser hija de a esposa de. Entonces, claro que yo amo a mi marido, lo quiero mucho, pero no soy de él. Yo soy yo y él es él. Y así las mujeres”.

Durante siglos, las mexicanas heredaron de la tradición española la costumbre de agregar el apellido del marido a su nombre con la partícula “de”. No era un mandato legal, pero sí un símbolo de pertenencia socialmente aceptado y reproducido en escuelas, parroquias, registros y la vida cotidiana.

Ese “de” operaba como una etiqueta de subordinación: la mujer dejaba de ser reconocida por su apellido de nacimiento y pasaba a ser, literalmente, “de” alguien. Hija “de” su padre, esposa “de” su marido. Se borraba, en gran medida, su identidad propia.

Que la presidenta se detenga en este detalle no es casual. Ella misma recordó que, de niña, se preguntaba por qué su madre firmaba como “de Sheinbaum”. Aquella inquietud infantil se transformó hoy en un acto de reivindicación histórica: rescatar a las mujeres por lo que son, no por con quién se casaron.

Nombrar a Josefa Ortiz Téllez Girón en su plenitud es también devolverle su dignidad como sujeto político y no como sombra de un hombre.

Si bien la historia oficial la recuerda como la “esposa del corregidor Domínguez”, Josefa Ortiz fue crucial al alertar a los insurgentes del peligro inminente de la Conspiración de Querétaro, lo que permitió el levantamiento armado y el inicio de la guerra de Independencia. 

Nombrarla sin el “de” es decirle al país que Josefa no necesita ser reconocida en función de alguien más, sino por su propia acción transformadora.

El mensaje de Sheinbaum va más allá del lenguaje. Se trata de un quiebre simbólico con el patriarcado que históricamente ha encadenado a las mujeres mexicanas a roles de dependencia: la buena hija, la esposa fiel, la madre sacrificada. Roles que han servido para limitar el derecho de las mujeres a ser, simplemente, ellas mismas.

La presidenta lo expresó con contundencia: “Eso no quiere decir que renuncias a ser madre, esposa, y que no ames a tu familia, pero no le perteneces a nadie”. La afirmación desarma una de las trampas más comunes del machismo: hacer creer que la autonomía de las mujeres está reñida con la maternidad, el amor o la vida en pareja. No se trata de abandonar esos vínculos, sino de romper con la idea de que esos vínculos significan propiedad.

En un país donde las mujeres siguen enfrentando violencia estructural, desigualdad salarial, acoso y feminicidios, el gesto de Sheinbaum no resuelve esos problemas de raíz. Pero sí abre un camino simbólico: el del lenguaje como herramienta de transformación social.

El grito de este año no solo recordó a los héroes y heroínas de la independencia; marcó también un hito en la lucha contemporánea por la igualdad. Claudia Sheinbaum rompió con siglos de inercia patriarcal al devolverle a Josefa Ortiz su apellido completo y, con ello, su identidad plena.

Más que un acto anecdótico, se trata de un recordatorio poderoso: las mujeres no son de nadie. No son hijas “de”, ni esposas “de”, ni madres “de”. Son mujeres con nombre, apellido y voz propia. Y desde la presidencia de la República, esa voz empieza a resonar más fuerte que nunca.

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