jueves 28, marzo, 2024

El tesoro olvidado en el túnel de la casa Wulff

Idoia Leal Belausteguigoitia*

Soy una dualidad, soy casa y soy museo, recibo visitantes que vienen a ver mis dormitorios, se deslizan por el barandal de mi escalera y ven con asombro las elegantes patas de león de la bañera o la cuna de mimbre tejida que es un primor. Los ojos de hoy, observan sorprendidos mi piso brillante de machimbre y mis ventanas de guillotina que son tan largas que permiten que la luz desértica bañe los interiores de mis amplias habitaciones. Todo aquí está colmado de nostalgia, la mecedora de madera, los daguerrotipos de Don Federico, el arquitecto que me construyó, las camas de latón y el armario de dos lunas, que alguna vez guardaron elegantes y vaporosos vestidos.

Tengo un sótano, más bien es una cava, hecho para conservar frescos vinos, quesos y jamones, ahí hay una puerta secreta que conduce a un túnel, a un pasadizo secreto, sellado.

Ese túnel está cerrado, es silencioso y por eso casi lo había olvidado.

Recuerdo que fue una fresca noche, estando yo dormida, descansando mi espíritu del calor de la Comarca Lagunera.  Durante el día padezco las horas calurosas en mis muros de tabique y piedra cuando escuché mucho alboroto en las faldas del cerro con agaves donde vivo.

Me desperté, estaba oscuro, pero a lo lejos vi que había muchas personas reunidas, ahí abajo, hay una concha acústica para hacer conciertos y obras de teatro a la luz de la luna. Pero esa noche, no había música, como he dicho, había mucho bullicio, en el escenario estaban dos hombres que sostenían un micrófono y contaban historias terroríficas y no sólo eso, la gente escuchaba con placer y había algunos valientes que pedían sonrientes el micrófono para contar un espanto o historia de algún espíritu aparecido.

Nací en 1900 y pusieron mi última piedra en 1904. Desde entonces, en mi larga vida he escuchado muchas historias que me susurran los habitantes que han caminado (habitado) en mí.

Pero alguien mencionó que mi sótano es la entrada al túnel que existe en las entrañas del cerro, silencioso, oscuro, hace un siglo que nadie se atreve a pisar por ahí.

Yo lo tenía olvidado y me sorprendió que hubiera una voz que aún viviera para contarlo. Yo soy de piedra y ladrillo, tengo más de cien años.

Como les estaba diciendo, el túnel se extiende bajo tierra y me conecta con el sótano de la primera estación de ferrocarril de la Av. Presidente Carranza y cruza por debajo las calles de la desértica ciudad para finalmente desembocar en la puerta que conduce a la sacristía del Templo de Guadalupe de la Av. Juárez y la calle Ramos Arizpe, en el rumbo del antiguo mercado La Alianza.

El señor del micrófono según lo que estoy escuchando es un hombre que tiene su programa de radio, transmiten en vivo y viajan a distintas ciudades de la República Mexicana, relatando historias misteriosas de tesoros o espíritus de aparecidos.

No sé cómo llegaron a mí, quizás atraídos por la antigüedad que soy (recuerden que me terminaron de construir en 1904) o quizás hayan venido para escuchar la historia de Federico, que con una tristeza enorme no tuvo más remedio que abandonarme para subirse en ese ferrocarril internacional que cada atardecer contemplaba desde la tranquilidad de su balcón con su esposa e hijos. Pero los tiempos cambiaron y los trotes de los caballos y los rifles, sacudieron a la pequeña ciudad en 1911. En esos años, lo recuerdo bien, el túnel salvó a los que ahí se resguardaron del fragor de la batalla y caminaron hasta llegar con vida y sin aliento a la estación de ferrocarril.

Poco tiempo después, fue la sangrienta toma de Torreón y la vida de Don Federico Wulff estaba amenazada, tuvo que abandonar la ciudad. Una calurosa tarde, con desdicha Don Federico entregó las llaves de mis puertas a mi nuevo inquilino: Don Celso Garza.

Don Celso, me cuidó y cumplió su promesa: conservar todos los muebles y enseres que me habitaban y hacían de mí, una casa señorial. Pero el tiempo no perdona y Don Federico murió (de tristeza) en Texas y nunca pudo regresar para volverme a comprar.

El acaudalado comerciante, Don Celso también murió y yo, caí en el abandono total.

Morí junto con ellos. Pasó el tiempo, que no perdona y ya en la década de 1980, mi aspecto era ruinoso, nadie me miraba, ¿me habían olvidado?

A los jóvenes no les interesó cuidar un vejestorio de 1904.

Los esmerilados vidrios se rompieron uno a uno, pies extraños vinieron sigilosos a llevarse sillas, sábanas, alguna cama de latón, vajillas de Baviera, jarrones art nouveau y la mecedora. Las fotos quedaron en el suelo, tiradas como pétalos marchitos. En el barrio ferrocarrilero, los vecinos viejos, eran los que me cuidaban y respetaban, pero ellos también fueron muriendo lentamente, como gotas de lluvia en una noche calurosa y no quedó ninguna voz viva que hablara por mí.

Pasó el tiempo, quedé vacía, desaparecieron mis muebles, mis cortinas de terciopelo, los sombreros y las vajillas, el aroma a perfume importado, todo se evaporó. Pero estoy llena de recuerdos y nostalgia. De vez en cuando algún espíritu me visitaba y me traía noticias de otros lugares. A pesar de esto, mis recuerdos me sostenían y mis muros seguían resistiendo.

Estuve muchos años en el letargo, soñando en ese pasado donde Torreón era una naciente ciudad, con trenes llegando llenos de pasajeros ilusionados, buscando progreso, comerciando con algodón, madera, telas, todo el esplendor que hizo de un pequeño poblado la flamante Perla de la Laguna. Yo era una imponente casa, y contemplaba las vías del ferrocarril frente a mí. Mientras Don Federico leía y dibujaba sus planos y sus hijos jugaban en los jardines de piedra del cerro. Ese tiempo se fue y a pesar de mi abandono, seguía yo intacta, gracias a mis cimientos de piedra del cerro de mármol.

En mi letargo, olvidé ese túnel que nadie más había pisado desde 1911.

En ese subterráneo hay algunas monedas de plata que se les cayeron a esos que estaban huyendo por su vida en 1911 y 1914 y no tuvieron más remedio que correr sin mirar atrás o serían descubiertos.

Desde entonces, sé que en el pasadizo, hay monedas valiosas cubiertas del polvo del olvido. Pero hoy la luna baña con su luz mi fachada, unos gritos me despiertan en medio de la noche. Un señor de bigote gris, ha pedido el micrófono y asegura que su abuelo recorrió ese túnel en su niñez, en una noche febril de la Revolución, él quiere regresar al pasadizo y pide por el micrófono un pico y una pala para derribar la puerta tapiada que comunica mi sótano con el túnel.

Gritan entusiasmados, exaltados se levantan de sus sillas. Ahora todos suben al cerro.

De manera abrupta el locutor se despide, el programa de radio termina con brusquedad.  Ahora el público corre hacía mí, traen picos y palas y una ferviente convicción de encontrar el túnel.

  • Idoia Leal es licenciada en Comunicación por la Universidad Iberoamericana. Es autora del libro: Arte Mural en la Laguna. Y del libro infantil: Gilda y el muro mágico. Descubrió en 2003 el canal de la Perla y participó en su restauración. Es apasionada de la historia y la arquitectura de Torreón.

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