martes 8, octubre, 2024

El no cuento

Arcelia Ayup Silveti

Desde hace diez años me taladra la idea de escribir un cuento. Conozco la historia, los personajes, el tipo de narrador y la atmósfera. Mi problema es enfrentarme a la hoja en blanco, he luchado contra ella cientos de veces; busco un momento sin interrupciones; tomo una copa de vino tinto, también lo he intentado cuando me siento sensible, triste o enojado. En todas las ocasiones obtengo el mismo resultado: nada, la página sigue inmaculada, estúpidamente blanca. No sé cuántas hojas he roto, arrugado, tirado al cesto de basura y a la chimenea. Desconozco la cantidad de horas frente a la computadora, escribo los nombres de mis personajes, los defino, visualizo las escenas y la historia. Inicio con una línea, que borro enseguida, porque ninguna logra atraparme, y menos lo hará con mis lectores. Pienso también en ellos, y en ellas, ¿Cómo serán?, ¿Qué tipo de cuentos habrán leído y qué debo hacer para que el mío lo terminen hasta el final?, ¿Quién será su autor favorito? ¿Serán aficionados o expertos? ¿Qué tan importantes serán para ellos el título y las primeras líneas?

Traigo siempre en mi bolsa del pantalón una libreta, para escribir cuando surja una idea, por las noches la dejo en mi buró, por si tengo un sueño digno de contar. Escribo en hojas sueltas, en la computadora, en servilletas, en los sobres de la correspondencia. Surgen ideas, algunas buenas y otras, no tanto. Lo cierto es que no logro unirlas, es difícil establecer el hilo conductor entre ellas, permanecen inertes, sin vida, como hebras sueltas de una canasta, en espera de ser trenzadas.

Escucho en el oído a Paula, la protagonista, desde hace una década susurra cómo es su vida en esta historia. La he visto y soñado tantas veces, que he llegado a pensar que es real. He observado sus blancas y estilizadas manos tocar el piano con gran sensibilidad y belleza. La he visto sentada en la sala de mi casa, con sus vestidos sumamente femeninos. Cruza la pierna, sus chamorros son delgados y firmes; cuida cada detalle de su persona, el esmalte de las uñas de sus pies y manos; su cabello cae por encima de sus hombros, hasta la cintura, sus rasgos son finos, ojos grandes color marrón, nariz delgada y respingada, labios carnosos. Con frecuencia, ella observa hacia la enorme ventana para detenerse en el jardín, en el ondear de las hojas del nogal, del limón y de la higuera. Toma entre los dedos un mechón de su largo cabello ondulado y juega con él. Marca los rizos una y otra vez. Sin mirarme, como si hablara para sí misma, me dice:

—Sigo sin entender por qué no me sacas de aquí y me llevas a las páginas del libro. Me conoces de memoria.

Camino rápido al jardín, saco de mi pantalón la minúscula libreta y mi pluma. Revivo la imagen de Paula. Me siento en el pasto, alejado de donde pueda verme. Disfruto estar frente al árbol de aguacate. Su sombra cubre las sillas y mesas del jardín. En mi niñez, vine a enterrar un hueso de aguacate que me comí y lo recordé hasta que vi florecer pequeñas hojas entre el césped. Es una tarde fresca, como pocas en mi tierra lagunera. Veo uno de los hermosos atardeceres que con regularidad nos regala Torreón. Pienso que si hubiera un ser superior, seguro habría pintado a precisión esos contrastantes matices: gris, rojo, azul y amarillo, delineados en las palmas del Club Campestre. Juegan golf los mismos hombres que ayer, que la semana pasada y de meses atrás. Su técnica no mejora, siguen tan firmes en su empeño como mi deseo de escribir un cuento. Permanezco, al igual que ellos, sin desistir, firme en el anhelo.

No busco fama, ni reconocimiento, mucho menos éxito. Solo quiero darle vida en letras a esos seres que se han integrado a mi vida. Quiero deshacerme de la historia, que fluya como la tengo en la mente, en la sala de mi casa, en el carro y hasta en el trabajo.

La otra noche, Paula estaba a punto de seducir a Óscar, mi mejor amigo. Estábamos en el bar él y yo. Ella apareció en la puerta, llevaba un palazo negro, mostraba su esbelta figura, sus senos y glúteos firmes, su cintura diminuta. Entró con su cabello suelto, llevaba aretes largos y una ancha pulsera dorada. Iba montada en tacones de vértigo, mostrando sus pies atrozmente sensuales. Su maquillaje discreto mostraba una belleza fresca. Se acercó directo a mi amigo, sin voltear a verme. Se sentó a su lado, frente a mí, cruzó la pierna, en un movimiento aprendido, paulatino, con la certeza de que acaparaba mi atención. Estudié su mirada, el caer de sus párpados, sus largas pestañas y esa sonrisa seductora que ha anidado mi memoria por tantos años. Me miró retadora, al momento de decir: —¿Aún no? créeme, si no empiezas, Óscar sabrá quién soy. — Hizo un gesto, como si fuera a besar a mi amigo y se retiró unos milímetros antes de alcanzar su rostro. Mi amigo preguntó que si había percibido algo extraño, que él sintió escalofríos, como un viento gélido. Paola guiñó un ojo. Se retiró lentamente, moviendo sus caderas en armonía.

Arcelia Ayup Silveti es Licenciada en Ciencias de la Información por el Instituto Superior de Ciencia y Tecnología (ISCyTAC), en Gómez Palacio, Durango, hoy Universidad La Salle. Estudió la Maestría en Literatura y Creación Literaria en Casa Lamm de la Cuidad de México y el Diplomado en Corrección de Textos en la misma institución educativa.

Ha publicado seis libros de diferentes géneros y compiló una obra. Es coautora de un par de obras. Es promotora cultural independiente. Escribió una década la columna cultural De raíces y horizontes en Milenio Laguna. Colabora hasta el momento en diversos medios impresos y digitales.  De 2017 al 2020 fue Coordinadora de Cultura en el Instituto de Investigación para el Desarrollo Integral de la Mujer Universitaria (IIDIMU), de la Universidad Autónoma de Coahuila, donde ha impartido clases, labor que también ha realizado en la Universidad Iberoamericana.  Actualmente es jefa de Difusión Cultural de la Unidad Torreón de la UAdeC.

-Más contenido en la Revista ‘Metrópolis’: https://www.calameo.com/read/007426192ec1cce3a7911

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