martes 3, junio, 2025

El fraude que todos vimos

Federico Berrueto

La soberbia o miopía lleva a considerar que los buenos oficios del INE fueron eficaces para dar validez al proceso para la elección de juzgadores. El fraude o la farsa la antecede y recorre todo el proceso, por más cuidado y empeño desplegados por los funcionarios electorales para que la jornada electoral transcurriera ordenadamente. Cambiaron las reglas que daban certeza y los consejeros del INE se allanaron y dieron por bueno lo que es un significativo retroceso en el cuidado de la jornada, el escrutinio y, consecuentemente, en los resultados. El INE contribuyó a normalizar la irregularidad y el mal diseño de la elección, además de convalidar infracciones evidentes. La boleta misma es metáfora de una farsa.

Se vive en un país que decidió desde hace tiempo desaparecer del diccionario la palabra autocrítica, e impedir un examen a sí mismos. Al INE tocó la peor parte; no participó en el diseño de las reglas, se le redujeron recursos a menos de la mitad de lo propuesto y vivió el asedio de unos y otros por un proceso mal diseñado donde la perversidad y la ignorancia fueron de la mano. El INE es víctima; la institución, no sus directivos. Sus consejeros debieron haber definido postura con mayor claridad sobre los inconvenientes de un proceso imposible.

Ahora al Consejo toca convalidar la estocada más trascendente al proceso democrático. Seguramente para ellos, como muchos otros, el argumento sobre los efectos perniciosos en el régimen republicano de división de poderes era muy exquisito, excéntrico o fuera de lugar. Se refugiaron en la organización de la elección, en la que el retroceso resulta evidente y sorprende el silencio de los consejeros; resolvieron ser partícipes en una elección que se aparta con rotundidad de las premisas básicas de comicios razonablemente democráticos. El drama alcanza extremos tales, que la presidenta consejera, Guadalupe Taddei celebraba con regocijo que la participación pudiera alcanzar uno de cinco ciudadanos en el padrón. La participación de 13% es evidencia de fracaso; aunque si hubiera sido mayor, el proceso estaba viciado de origen.

Por su parte, la presidenta Sheinbaum hizo propia la propuesta de destruir al Poder Judicial Federal como un órgano para la salvaguarda de la Constitución y vulgarizó la calumnia de que el órgano jurisdiccional estaba plagado de corrupción. Al dar el primer paso ya no hubo retroceso, contribuyendo a legitimar una elección insostenible. La Corte le ofreció la posibilidad de reducir la elección a los ministros, pero no fue aceptada, como tampoco se tuvo la visión, ya entrados en la “democratización”, para incluir a los fiscales como cargos a elegir por voto popular, piezas clave para mejorar la justicia penal. El objetivo de la reforma nunca fue mejorar la justicia, sino anular al Poder Judicial y a la Corte como instituciones garantes de la legalidad y constitucionalidad de los actos de autoridad, de las resoluciones judiciales y de los actos legislativos.

Viene otra realidad, un paso decidido hacia la tiranía. Quedará en la discrecionalidad presidencial lo que la Corte resuelva, justicia a modo. Sin embargo, quienes diseñaron la reforma no advirtieron que dañaron de manera irreversible a la independencia y la libertad del juzgador para resolver, especialmente los jueces en territorio. La movilidad de éstos era fundamental para protegerlos de los intereses fácticos o criminales; porque no habrá movilidad quedarán fatalmente expuestos. La justicia quedará en manos de quien pueda intimidarlos o corromperlos. El objetivo fue siempre destruir, anular al Poder Judicial Federal en su insustituible función de hacer valer la Constitución ante las autoridades y los órganos legislativos, no mejorar la justicia.

El fraude no tuvo que ver con el desarrollo de una jornada electoral desairada por la abrumadora mayoría de los votantes. Las candidaturas se construyeron con parcialidad y sin atender el perfil profesional idóneo y las campañas para concitar la participación ciudadana fueron subvertidas por el corporativismo y clientelismo electoral, tornando el sufragio efectivo en acordeón. No existen garantías para el debido escrutinio y cómputo de los votos, salvo la fe en los funcionarios y empleados que realizan esas tareas, anteriormente en manos de ciudadanos; tampoco hubo oportunidad en los resultados ni dispositivos de información profesional preliminar que eran una de las aportaciones más valiosas de la autoridad electoral. En fin, una degradación mayor de esa parte fundamental de la democracia electoral. Quienes votamos, constatamos que el INE hizo su trabajo frente a una elección que fue una farsa, un fraude que todos vimos.

Que el régimen asuma su responsabilidad, que no pretenda vender como éxito lo que ha sido un rotundo fracaso y un precedente ominoso, mucho menos, que culpe al órgano electoral de sus fatídicas decisiones.

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