Federico Berrueto
Pese a la creencia generalizada, el PRI no gobernó al país durante décadas. El partido fue instrumento del presidente, como ocurre actualmente con Morena. Esto es relevante para entender y comprender la capacidad del régimen pasado para ir actualizándose conforme cambiaba el país. La llamada dictadura perfecta o dictablanda prevaleció a lo largo de más de medio siglo por su capacidad de cambiar con ajustes sexenales en términos más allá del gatopardismo de continuidad, aunque no con el impulso renovador propio de un régimen democrático.
Es frecuente remitirse al pasado para entender el presente y asumir así que, como los presidentes imponían su propia agenda, igual sucederá con la presidenta Sheinbaum. No parece ser el caso, a pesar de las reiteradas opiniones de que la presidenta establecerá cambios de relevancia respecto a López Obrador. Ella misma se ha referido una y otra vez a la continuidad, a lo más que ha llegado a decir en términos de cambio es que hará lo mismo, pero con su propio estilo, es decir que cambian las formas no la sustancia, una corrección a los malos y groseros modos de López Obrador no a las decisiones.
Observadores y buena parte de los opositores parecen no tomar en serio que en la elección ganó el mandato por la continuidad. El triunfo fue abrumador y la candidata Sheinbaum hizo campaña con la oferta de dar curso al segundo piso de la llamada cuarta transformación. Además, ha hecho propia la agenda legislativa presentada por el presidente saliente, que se concreta con una apresurada reforma al Poder Judicial Federal y a la SCJN, que cambia en sus fundamentos al régimen democrático. La militarización plena de la seguridad pública está por aprobarse, postura genuinamente obradorista contraria a lo que ha sido la visión histórica de la izquierda mexicana.
La resistencia al cambio no arredra al presidente saliente ni tampoco a la que está por tomar las riendas del país. No, porque la postura es doctrinaria, parte de una convicción no de bondades de lo que se propone, discutibles de principio a fin, sino de la lógica del poder autoritario, replicando, en eso sí al régimen anterior. La idea de ceder significa conceder razón al opositor y debilita al proyecto político y su superioridad moral. La intransigencia es inherente al poder autocrático, por eso la prisa, la ceguera, el insulto al que difiere y la resistencia a escuchar; también, el pragmatismo en el empleo de recursos para la aprobación. Todo es válido en función de los objetivos. Hacer realidad el anhelo de concentrar el poder en el presidente bien vale un Yunes Linares y todo lo que representa.
El régimen autoritario es disfuncional al bienestar de la población. Ciertamente, en estos seis años se ha determinado una política de gasto para trasladar a amplios sectores de la población beneficios monetarios directos. Pero no se toma en consideración el deterioro de la red de protección social para su financiamiento. El sistema de salud ha dejado en el abandono a 50 millones de mexicanos, al igual que el educativo son desastre mayor. El esquema da para ganar votos, no para un auténtico bienestar social.
Generar bienestar requiere de crecimiento económico. No hay de otra. Se puede crecer y no socializar los beneficios, pero no puede haber bienestar sin una economía que lo soporte; el Estado requiere de ingresos para cumplir sus responsabilidades, a su vez, el crecimiento genera empleo, bienestar, oportunidades y desarrollo en su más amplia expresión. El subsidio clientelar con pensiones contributivas y no contributivas impone una presión mayor al gasto público. Los primeros años del gobierno por iniciar enfrentarán esta realidad y la necesidad de revisar las premisas básicas del obradorismo.
El crecimiento económico no se logra con prédicas moralistas o políticas, tampoco con promesas de buena conducta y generosas intenciones. La economía es un tema de inversión; hoy queda claro que la participación pública es marginal. Se requiere de la concurrencia privada, que traslada el juego a los incentivos -que México los tiene- y a las condiciones que dan certeza y confianza, que se pierden en una autocracia que prescinde de las reglas, de los órganos autónomos y de un régimen confiable de justicia.
La intransigencia autoritaria llega tan lejos como los efectos de su empecinamiento afecten al país. Las perspectivas no son halagüeñas; la realidad habrá de imponerse tarde que temprano mostrando de fea manera el costo de ignorarla.