jueves 5, diciembre, 2024

EL CONDE

Dedicado a la figura de Augusto Pinochet y a lo que se menciona como su «maléfico legado», se trata una vez más de un filme que cae en la retórica y la exageración de las culpas que pudieran asumir ciertos miembros de la sociedad chilena, directa o indirectamente vinculados a que se produjese el Golpe de Estado en Chile el martes 11 de septiembre de 1973 y que, tras 50 años, sigue siendo la fecha más recordada en la memoria colectiva de esta nación. Resultado de este tono exculpatorio, la película no se deja ver como la sátira desatada que pretende ser y termina como un ejercicio de memoria disparejo, ambicioso y muy del estilo de su director Pablo Larraín Matte

Víctor Bórquez Núñez

El creador de Post Mortem, Tony Manero o El Club, entre otras, nacido en Santiago en 1976, es un creador audiovisual que tiene una declarada tendencia por el cine oscuro, amparado en piruetas de guiones que siempre meten el dedo en la llaga del trauma causado por el Golpe. Su estilo podría ser clasificado como “feísmo” por cuanto se solaza en escenas que son desagradables, aun cuando justificadas, en películas que no siempre aciertan en sus delirantes guiones. En Post Morten (2010), Larraín supone la autopsia del cuerpo de Salvador Allende en medio de un clima hostil, violento e inseguro, dominado por la presencia de una figura inevitable: Pinochet.

Se ha analizado que el cine de Pablo Larraín escarba siempre en ese tema; sus obsesiones respecto del estado mental de la sociedad chilena tras el Golpe de Estado. No es criticable su apego a esas obsesiones estéticas, pero sí es cansador que gran parte de su obra -acaso toda- solo sea más de lo mismo y que en su redundancia no emerja un planteamiento temático que rompa con una línea segura y probada con igual o mayor éxito por otros creadores chilenos.

Larraín debutó con Fuga (2006), cinta que pasó sin pena ni gloria, a pesar de que contiene el germen de sus futuras obsesiones, sobre todo la descripción de personajes atormentados, torturados por la culpa o los efectos de esa culpa en los hijos y un placer casi morboso por la sangre, como elemento que pretende ser simbólico, aunque no siempre sea así.

En El Conde incluso se evidencia otro detalle casi de cinefilia: gran parte de sus películas aluden a escenas clave del cine de Stanley Kubrick, que parece ser uno de los referentes esenciales de sus imágenes, llegando en este filme a copiar de manera increíble una escena de la mítica El Resplandor (1980), en el instante en que Pinochet niño se desliza por un tobogán blanco.

Si se analiza con cuidado su filmografía podrá detectarse su tendencia a mostrar asesinatos brutales, cuerpos flagelados con cualquier elemento y un gusto morboso por mostrar (exhibir en el brutal sentido del concepto) la sexualidad como algo patológico y enfermizo. Con esto se ha cubierto con la fama de ser un director transgresor, a pesar de que el análisis detenido de sus filmes revele que se trata de una provocación prefabricada y adecuada a esa necesidad de los chilenos por exorcizar los traumas del pasado.

El Conde es una película que recoge y amplifica estas obsesiones, buscando el morbo de imaginar la figura de Augusto Pinochet como la de un vampiro que sigue su senda de sangre, producto de un guion que puede ser muy impactante como tal (fue premiado en el reciente Festival de Venecia), pero que visual y dramáticamente sea decepcionante como la sátira despiadada que pretende ser, colgada a los actos recordatorios de los 50 años del Golpe de Estado chileno.

EL VAMPIRO

En El Conde, Larraín imagina que Augusto Pinochet es un conde y que, al igual que Drácula es un vampiro cansado de su inmortalidad, un hombre nacido en los albores de la Revolución Francesa. Como se trata de un ser poderoso y sobrenatural, mantuvo obligados a los chilenos a cometer atroces atropellos, lo que da origen a una retórica visual que denota empleo maniqueísta, discutible y oportunista, sobre todo porque el realizador analiza a ese vampiro que sobrevive, viendo el fruto de su poder incluso después de la muerte física del dictador, levantando un discurso manido.

El relato pierde fuerza y efectividad como sátira cuando eleva (glorifica) la figura del dictador, haciéndolo un personaje enclavado en la misma Historia (lo imaginan nacido en Francia en el siglo XVIII, con abolengos de Conde y con una ubicuidad extraordinaria), otorgándole una estatura histórica mucho más compleja que la del militar que se suma al Golpe de 1973 apenas 48 horas antes, sometido a la presión de la Armada y de la Fuerza Aérea.

De este modo, Larraín entrega una figura demoníaca que sobrevuela los cielos de un Santiago nocturno y aterrado, donde quienes un día lo apoyaron, se declaran como engañados y solo desean alejarse de su influjo siniestro. En tanto, el vampiro se solaza escuchando música selecta y se divierte viendo cómo todos le temen.

¿Qué hizo falta en esta sátira? Que el realizador se atreviera a plantear de modo directo que la demonización de Pinochet es una estrategia que sus propios colaboradores levantaron, como una manera de sacarse el estigma del colaboracionismo y por ello el filme se queda solo en lo anecdótico, pero no denuncia de modo frontal a los civiles que apoyaron a que la dictadura se prolongara durante diecisiete años. Lo que vemos es el peso de los actos en las conductas de sus leales subalternos militares del vampiro, lo cual es hasta justificable considerando el contexto y la subordinación que emana de su vínculo.

Puede resultar complejo también el modo en que el director se refiere a las violaciones de los derechos humanos, mostrados de manera elusiva, si se compara con el trabajo de otros creadores. Compárese cómo directores de la talla de Steven Spielberg y Roman Polanski, usaron la imagen cinematográfica para denunciar sin reparos las atrocidades ocurridas en la Alemania nacionalsocialista durante el nazismo (La lista de Schindler y El pianista, respectivamente) o como Louis Mallé retrata el colaboracionismo en Lacombe Lucien, por ejemplo.

De este modo, El Conde resume y exagera los lugares comunes y los garabatos gratuitos que, de tanta insistencia, parecen más un tic que un recurso, o acaso sea la manera bastante burda de acercarse a espectadores que solo buscan entretención en vez de densidad reflexiva.

Es curioso el periplo de Larraín en el cine porque es autor también de películas como Jackie (asumida después de la renuncia de Darren Aranofsky como director) o Spencer (sobre Lady Di), que se sienten vacías e inoportunas y que derivan a una exageración de la forma que no se condice con las pretensiones de ser cine político, cuando en realidad es solo una película regular, acaso mediocre, que no alcanza los objetivos esperados.

La película está disponible en la plataforma de Netflix.

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