Showa
Marcos Durán Flores
El seis de agosto de 1945, Paul Tibbets, teniente coronel del ejército norteamericano y piloto del superbombardero B-29 Enola Gay, lanzó a Little Boy (nombre de la bomba atómica) sobre Hiroshima, la séptima ciudad más grande de Japón. A pesar de que en mayo de ese mismo año la Alemania nazi se había rendido ante el ejército rojo, la guerra continuó en el Pacífico y su sangrienta prolongación provocó que el presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, ordenará el ataque a Japón.
Eran las 9:15 de la mañana cuando el Enola Gay arrojó una bomba atómica de uranio, sobre Hiroshima. En la primera etapa de la explosión se produjeron temperaturas de decenas de millones de grados, la luz emitida es aproximadamente diez veces más brillante que el sol. Durante la explosión, diversos tipos de radiaciones, como los rayos gamma y las partículas alfa y beta, se desprendieron y estas partículas radioactivas le dieron a la bomba atómica su mayor letalidad. Así que en unos cuantos minutos la mitad de la ciudad desapareció.
Según las estimaciones, alrededor de 70 mil personas murieron o desaparecieron al instante y 140 mil fueron heridas. Las quemaduras de las olas de calor causaron la mayoría de las muertes. Otros murieron quemados cuando sus hogares estallaron en llamas. Una tormenta de fuego siguió a la explosión en Hiroshima cuando el aire retrocedió al centro de la zona en llamas. Los árboles fueron arrancados de raíz.
Al terminar el escenario era aterrador, en la ciudad todo era devastación. De sus 90 mil edificios, más de 60 mil fueron demolidos. Luego vinieron los efectos de la radiación, que significaba una muerte segura en un corto período de tiempo.
Aun así, los japoneses parecían dispuestos a luchar hasta la muerte y así lo intentaron hasta que tres días después Estados Unidos, el único país que ha ordenado un ataque nuclear, lanzó otra bomba, esta vez sobre Nagasaki. El número de víctimas se estima en 50 mil personas y 30 mil heridos de una población de 195 mil habitantes. Aún hoy los habitantes de ambas ciudades y de los alrededores muestran en sus cuerpos las horribles secuelas de esa terrible decisión.
A Japón no le quedaban opciones, más que la rendición incondicional. Así, un día como hoy, pero del año 1945, la radio NHK, la emisora nacional del Japón, anunciaba que el emperador Hirohito se dirigiría a su pueblo. Era la primera vez que japoneses lo escucharían, lo que añadió mayor emoción a la recepción del discurso.
Las palabras de Hirohito, gobernante que para su reinado había elegido el nombre de Showa (paz y armonía), reflejaban la destrucción del Japón: “Yo, el emperador, después de reflexionar profundamente sobre la situación mundial y el estado actual del imperio japonés, he decidido adoptar como solución a la presente situación el recurso a una medida extraordinaria. Con la intención de comunicarlo me dirijo a ustedes, mis buenos y leales súbditos. He ordenado al Gobierno del Imperio que comunique a los países aliados la aceptación de su declaración conjunta.
La trayectoria de la guerra no ha evolucionado necesariamente en beneficio de Japón y la situación internacional tampoco nos ha sido ventajosa. Además, el enemigo ha lanzado una nueva y cruel bomba, que ha matado a muchos ciudadanos inocentes y cuya capacidad de perjuicio es realmente incalculable”.
Orgullosos, los japoneses se alegraban de que en el discurso de Hirohito jamás aparecieran palabras como “rendición” ni “derrota”. La guerra era tratada como un desastre natural, y no como la imposición de la voluntad del otro.
Finalmente, el 2 de septiembre de 1945, el ministro Shigemitsu, el general Umezu y el contralmirante Tomioka, abordaron el acorazado estadounidense Missouri para suscribir el acta de capitulación. El testigo fue el comandante supremo de las fuerzas occidentales en el teatro de operaciones de Extremo Oriente, el general Douglas MacArthur.
Al final, el único aprendizaje es que una guerra nunca resuelve problema alguno, sino que plantea otros nuevos. Ahí siguen presentes, acechantes, el racismo, las tensiones comerciales, raciales y la megalomanía de gobernantes que, al igual que hace 80 años, provocaron una guerra y la muerte 20 millones de soldados y de 47 millones de civiles.
@marcosduranf