(En homenaje al Teatro Mayrán, hoy «Alfonso Garibay», en su 67 aniversario de fundado)
Raúl Adalid Sainz
Había allá, en mi lejana Torreón, un maestro de literatura, gran escritor, por cierto, llamado Francisco Amparán. Una noche nos invitó al teatro a tres de mis amigos y a mí. Accedimos. Y digo accedimos porque en la adolescencia (17 años) uno desea comerse el fin de semana en la loca aventura. Sin embargo, lo vimos así; nos inquietó ir al teatro. Una puntada de viernes por la noche. Yo, en mi ignorancia ignorada, ni siquiera reflexionaba que iba a ser la primera vez que acudiera a un recinto de esos.
Entramos a la sala de un pequeño teatrito, de esos llamados “de bolsillo”. Estaba lleno. El nombre del espacio iba a ser inolvidable para mí: Teatro Mayrán. Mientras platicábamos, yo veía un telón verde cerrado. De repente se escuchaba:
“Primera llamada”, y un rato después: “Segunda llamada, segunda”. “¿Qué será eso?”, me preguntaba. En verdad estaba muy serrano, rupestre, diría yo. Y luego la gran sorpresa, lo insólito estaba por comenzar: “Tercera llamada, tercera, comenzamos”.
Las luces de la sala se apagaron. Aquel viejo telón verde empezó lentamente a correrse. Del escenario brotaba una luz tenue. Aparentaba ser de noche. Ahí apareció una señora hermosa que era la protagonista: la señora Manningham.
Recuerdo a la criada Nancy y a un viejito de bastón. Cabellera blanca. Interpretaba a un detective. Un crimen se había cometido. La obra era de misterio. Aquellas recordantes a Agatha Christie. Aquí el autor era Patrick Hamilton y el nombre de la obra: Luz de gas.
Del escenario se despedía un misterio inexplicable para mí. Era como ver cine, pero era distinto, esto era en vivo. Sin embargo, los actores parecían de fantasía. De otra galaxia.
¿Qué era aquello que sucedía en el escenario? Más que el tema en sí, recuerdo que lo que más llamaba mi atención eran los actores. Aquella luz tenue del escenario que bañaba la sala repleta de espectadores. Y aquel silencio del público. Aquel silencio expectante. Era la magia. La magia hecha vida. En ese momento no lo reflexionaba así, pero lo sentía vivamente.
La obra terminó. Hubo un cocktail en el vestíbulo del teatro. “Vamos a esperar a Rogelio”, dijo nuestro maestro Francisco. ¿Quién era ese Rogelio que tanto mencionaba nuestro maestro? Mientras esperábamos, llamaba mi atención las fachas de algunas personas. Gente joven estrafalaria.
Recuerdo a uno en especial. Se llamaba Mike, llevaba bombín que cubría su melena larga. Saludó a Francisco y nos dijo:
“¿Ustedes saben quién fue Lao Tse?” Recuerdo que nada más nos reíamos ante la surrealista pregunta. Éramos tan ignorantes, que la risa hablaba de nuestro profundo desconocimiento. La señora guapa del escenario apareció, aún enfundada en su vestuario. Era la señora Manningham. «¿Qué les pareció la obra, muchachos?”, nos preguntó.
La vimos asombrados. El escote, ligeramente abierto de su vestido, era un delirio para nosotros. “Muy buena señora, estupenda”.
La noche era diferente. Para el segundo Presidente con Coca que nos bebíamos fue que apareció un hombre de negro. Se secaba su largo pelo, aún asomando unas canas. Era el viejito del escenario rejuvenecido, el director de la obra y actor que representaba al detective, era el gran Rogelio Luévano, por quien esperábamos.
Saludó a nuestro maestro Francisco, se abrazaron y nos lo presentaron. Rogelio traía lentes, nos saludó y viéndonos a cada uno por debajo de las gafas, nos preguntó: “¿Y ustedes qué onda?” Aquel hombre de melena que sacudía era diferente. Su entonación extrañísima. Nunca había visto a alguien así. Un ser de otro mundo para aquellas latitudes bárbaras del norte lagunero de finales de los setenta.
La noche avanzó. Se escuchaban risas. Plática. Conversaciones diferentes para mí. Fui al baño. Y en el mingitorio me decía a mí mismo: “¡Qué libertad tan chingona se siente aquí!” Aquella gente me parecía maravillosa. Muchos eran
actores, directores, escenógrafos, vestuaristas. Gente que por vocación amateur estaba integrada al teatro lagunero. No sé a qué hora nos fuimos, sólo sé que aquella noche yo conocí a la que iba a ser mi gente. Entes diferentes. Libres. Auténticos. Esa noche teniendo 17 años descubrí, así sin querer, sin saber, lo que iba ser mi mundo: el teatro, la bendita actuación.
Este es un homenaje a aquella maravillosa gente que conocí esa noche en el Teatro Mayrán de Torreón. La señora Manningham mencionada en este relato era la entrañable Sonia Salum. Aquel chavo que nos preguntaba del filósofo Lao era el buen Mike Valenzuela (QEPD). A todos ellos gracias. En mí despertaron una auténtica luz de gas fundamental de vocación y amor por el teatro. Gracias a Francisco Amparán (QEPD), mi maestro de literatura, sin su invitación, esto jamás hubiera sucedido.
Nota. Mis amigos, que aún lo son, sólo que no son mis amigos, sino mis hermanos, eran: Oscar Sánchez, Jorge Hernández, qepd, y Cuauhtémoc Sada. Este escrito pertenece a mi libro «Historias de Actores» (un recorrido por el mundo teatral y cinematográfico.)
Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan