lunes 1, septiembre, 2025

CAPITALES

Francisco Treviño Aguirre

El precio oculto de la inteligencia artificial: entre el progreso y la crisis energética

La inteligencia artificial (IA) se ha posicionado como la gran promesa del siglo XXI. Sus aplicaciones van desde diagnósticos médicos de precisión hasta sistemas financieros automatizados, pasando por la creación de fármacos o el diseño de algoritmos capaces de emular la creatividad humana. Su impacto económico es tan relevante que organismos internacionales prevén que añada trillones de dólares al PIB mundial en la próxima década. Sin embargo, tras este relato triunfal se esconde un dilema: la IA es una de las tecnologías más intensivas en consumo energético de nuestra era. Los grandes modelos de lenguaje y las redes neuronales requieren vastos centros de datos que operan permanentemente, demandando electricidad a niveles comparables con países enteros. Algunos estudios calculan que para 2030 el consumo energético de la IA podría equipararse al de economías medianas.

Este escenario plantea una paradoja: la herramienta llamada a resolver la crisis climática y a optimizar el uso de recursos es, al mismo tiempo, un generador creciente de emisiones indirectas debido a su insaciable necesidad eléctrica. El costo no es menor. Entrenar un solo modelo de IA a gran escala puede consumir tanta energía como la que un automóvil requiere en toda su vida útil. A ello se suma el consumo cotidiano derivado de millones de usuarios interactuando con estas plataformas. En un contexto de transición energética, donde cada kilowatt importa, este fenómeno abre un debate sobre la viabilidad ambiental del boom tecnológico.

No obstante, la historia demuestra que las crisis suelen detonar soluciones disruptivas. La clave podría residir en la convergencia tecnológica: la combinación de IA con energías renovables, almacenamiento y redes eléctricas inteligentes. Lejos de ser un obstáculo, la IA podría convertirse en catalizador de la transición energética. Aplicada al sistema eléctrico, la IA puede analizar datos masivos de sensores, medidores inteligentes y pronósticos meteorológicos para anticipar la demanda y disponibilidad de energías limpias. Esto permite a las empresas equilibrar la red en tiempo real, reduciendo pérdidas y optimizando el uso de fuentes renovables. En este rol, la IA actúa como el “cerebro” que orquesta el flujo energético, facilitando una menor dependencia de combustibles fósiles.

El almacenamiento energético constituye otro eslabón crítico. Tecnologías como baterías de litio, sistemas de flujo o bombeo hidroeléctrico solo alcanzan su máximo potencial si se gestionan de manera inteligente. La IA puede determinar cuándo cargar o descargar, extendiendo la vida útil de las baterías y garantizando estabilidad en horas de baja producción renovable. Así, se avanza hacia un modelo energético más confiable, donde la intermitencia deja de ser un obstáculo.

El impacto de la IA se extiende al terreno de los materiales y la innovación. La llamada informática de materiales utiliza algoritmos para explorar millones de combinaciones atómicas y predecir cuáles pueden mejorar de manera disruptiva paneles solares, turbinas eólicas o baterías. Procesos que antes requerían décadas de investigación se reducen a meses, acelerando la disponibilidad de tecnologías limpias. También abre una nueva era de transparencia ambiental. Proyectos como Carbon Mapper combinan satélites y algoritmos para detectar fugas de metano y dióxido de carbono con precisión inédita. Esta capacidad permite identificar responsables de la contaminación en tiempo real y elimina la excusa de la falta de información.

Más allá de la técnica, el debate es político y ético. Los centros de datos se concentran en países desarrollados, mientras que los costos ambientales y energéticos pueden recaer sobre naciones emergentes con sistemas eléctricos más frágiles. Además, surge una interrogante: ¿quién debe pagar la factura de la huella energética de la IA? ¿Las grandes tecnológicas que concentran el poder de los algoritmos, los gobiernos que los promueven o los consumidores que los usan? No existen respuestas sencillas, pero eludir la pregunta sería irresponsable. La IA encarna la gran paradoja de nuestro tiempo: puede ser al mismo tiempo verdugo y salvadora en la batalla por la sostenibilidad.

Hoy por hoy, La inteligencia artificial no es la panacea que sus evangelistas venden, sino una moneda de dos caras: mientras promete salvarnos de la crisis climática, podría estar cavando la tumba energética del planeta. La verdadera pregunta no es si la IA puede ayudarnos, sino si tendremos la valentía de obligar a las grandes tecnológicas a pagar la factura de su voracidad eléctrica, en lugar de cargarla sobre los países pobres y los consumidores comunes. Porque, al final, lo realmente peligroso no es la inteligencia de las máquinas, sino la ceguera de los humanos que las dirigen.

X:@pacotrevinoag

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