lunes 16, junio, 2025

CAPITALES

Francisco Treviño Aguirre

Cuando el progreso energético choca con la riqueza natural de México

El Proyecto Saguaro, también conocido como Saguaro Energía, encarna la tensión latente entre la promesa de desarrollo económico y la preservación ambiental de uno de los ecosistemas marinos más ricos del planeta. Propuesto por la empresa Mexico Pacific Limited, con sede en Texas, el proyecto busca construir una terminal de licuefacción de gas natural en Puerto Libertad, Sonora, con capacidad inicial para exportar 15 millones de toneladas anuales de gas natural licuado (GNL). el proyecto contempla la construcción de un gasoducto de 800 kilómetros y una terminal de gas natural licuado de dimensiones equivalentes a 70 veces el Estadio Azteca.

Los promotores del proyecto argumentan que Saguaro posicionará a México como el cuarto mayor exportador de gas natural licuado del mundo, gracias a su estratégica ubicación en la costa del Pacífico, que permitiría reducir los tiempos y costos de transporte hacia Asia, evitando el Canal de Panamá. También se presume que generará miles de empleos y una inversión extranjera directa estimada en más de 15 mil millones de dólares, apoyada por contratos con gigantes como Shell y ExxonMobil

Pero, como todo megaproyecto de esta escala, la pregunta fundamental no es cuánto promete en números, sino qué exige en sacrificios. Y aquí empiezan las grietas. El primer gran foco rojo es ambiental: el Golfo de California, considerado “el Acuario del Mundo”, alberga más de 12,000 especies, incluyendo 43 especies de cetáceos. El tráfico constante de buques de 300 metros, sumado a la contaminación acústica y el riesgo de colisiones, pone en jaque la integridad de uno de los ecosistemas marinos más importantes del planeta. Para los especialistas, permitir un complejo industrial de esta magnitud en una zona tan sensible es, simplemente, una irresponsabilidad ecológica.

Además, los efectos climáticos no son menores. El proyecto generaría aproximadamente 73 millones de toneladas de dióxido de carbono al año, lo que equivale a las emisiones conjuntas de países como Suecia y Portugal. A esto se suma el metano, gas con un potencial de calentamiento 80 veces superior al CO₂ en un periodo de 20 años, que se filtraría inevitablemente durante el proceso de extracción, transporte y licuefacción. No se trata solo de una contradicción frente a los compromisos asumidos por México en el Acuerdo de París, sino de una verdadera amenaza para los esfuerzos globales contra el cambio climático. Y justo ahí nace la polémica. Porque el trazo del gasoducto toca zonas protegidas, áreas con alto valor ecológico y regiones habitadas por pueblos originarios. La empresa ha dicho que cuenta con estudios de impacto ambiental y asegura que el proyecto será “sustentable,” pero especialistas en conservación marina cuestionan la profundidad y alcance de esas evaluaciones.

A nivel político, la controversia ha escalado. Legisladores del Partido Verde, del PRI y de Movimiento Ciudadano han exigido la suspensión del proyecto, señalando su incompatibilidad con los compromisos ecológicos del país. La campaña ciudadana “Ballenas o Gas”, que ya ha reunido más de 200,000 firmas, ha tomado fuerza en redes sociales y espacios públicos. Greenpeace, el NRDC y otras organizaciones han solicitado la intervención de organismos internacionales como la UNESCO, advirtiendo que el Golfo de California podría perder su estatus de Patrimonio Natural de la Humanidad si se aprueba el proyecto.

Desde una óptica económica, es cierto que México necesita fortalecer su infraestructura energética y diversificar sus exportaciones. Sin embargo, el dilema radica en el tipo de desarrollo que se busca. Apostar por combustibles fósiles en plena crisis climática internacional, cuando el mundo camina, aunque lentamente, hacia energías limpias, resulta contradictorio. Más aún cuando los beneficios son difusos y los costos ambientales son irreversibles. Lo más delicado, sin embargo, es el mensaje que se transmite. México tiene ante sí la posibilidad de demostrar que el desarrollo económico no tiene por qué ir reñido con la conservación ambiental. Pero si sigue adelante con un proyecto que pone en riesgo un ecosistema único en el planeta, lo que estará diciendo, con todas sus letras, es que, en su modelo de progreso, el medio ambiente sigue siendo un obstáculo, no un activo.

Hoy por hoy, si México avanza con este proyecto, lo hará con plena conciencia de que está sacrificando un tesoro natural por rentabilidad de corto plazo. Pero si lo detiene, podría sentar un precedente ejemplar en favor de un desarrollo congruente, justo y responsable. Y ese es el verdadero dilema. No se trata de estar a favor o en contra de la inversión, sino de exigir que cada proyecto, por ambicioso que sea, cumpla con los más altos estándares ambientales, sociales y éticos. Porque no hay cifra en dólares que justifique la pérdida de un patrimonio natural como el Golfo de California. Y porque, al final, ningún desarrollo que destruye lo que pretende proteger puede llamarse verdaderamente progreso.

X: @pacotrevinoa

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