Francisco Treviño Aguirre
La peligrosa dependencia energética de México con Estados Unidos
En el panorama del comercio internacional, donde los países intercambian no solo bienes, sino también soberanía, México ha jugado durante años un papel que oscila entre socio y subordinado frente a su vecino del norte. Pero hay un aspecto en el que nuestra vulnerabilidad no sólo es evidente, sino potencialmente catastrófica: el gas natural.
Mientras los analistas se enfocan en aranceles, fábricas cerradas y empleos perdidos como consecuencias de un posible enfrentamiento económico con Donald Trump, hay un temor más oscuro que ronda en los pasillos de la economía mexicana: las luces de nuestras ciudades, la maquinaria de nuestras fábricas y hasta el flujo de agua potable en varias regiones podrían cesar todo por el gas natural. De acuerdo con los datos que proporciona el Sistema de Información Energética de la SENER, hasta el 2023, la estructura de producción de energía primaria era de la siguiente manera: petróleo crudo 52.65%, gas natural 21.69%, renovables 13.97% y el resto lo conforman condensados, carbón y nuclear.
Gran parte de la electricidad en México se genera con gas natural. Pero más del 70% de ese gas viene desde Estados Unidos. El dato no es menor. Como lo ha mencionado Juan Roberto Lozano del Centro Nacional de Control de Energía, el «elefante en la sala» de la política energética mexicana. Un secreto a voces que ni en Palacio Nacional se atreven a mirar de frente. La metáfora no es exagerada. Si Trump decidiera usar el gas como arma política, tal y como lo hizo Putin en 2022 con Europa, México se encontraría atrapado entre dos fuegos: la necesidad urgente de energía y la ausencia de alternativas viables en el corto plazo.
El presidente estadounidense que ha redefinido las reglas del juego geopolítico ha demostrado no tener compasión en usar los recursos naturales como instrumentos de presión. Ya lo ha hecho con el agua del río Colorado, negando una solicitud de México para abastecer a Tijuana, y acusando sin fundamento a nuestro país de “robar” agua a los agricultores texanos. No es descabellado pensar que el gas será su siguiente movimiento. Porque más allá de la retórica populista, Trump entiende lo que muchos políticos mexicanos se niegan a aceptar: quien controla la energía, controla el poder. Y México, hoy por hoy, no controla nada.
El boom del fracking en Estados Unidos disminuyó drásticamente los precios del gas, y nuestros gobiernos apostaron por él como si se tratara de una panacea energética. Se construyeron gasoductos que cruzan medio país, desde los desiertos del norte hasta la selva del sureste. Pero esa apuesta tenía letra chica: dependencia absoluta, adicionalmente a que la administración de López Obrador desmanteló proyectos de energías limpias con el argumento de rescatar a Pemex y la CFE.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha anunciado que pretende aumentar la producción nacional de gas de 3,834 a 5 mil millones de pies cúbicos diarios para 2030. Pero, hay infraestructura obsoleta, falta de inversión, y un entorno político que complica cualquier proyecto a largo plazo. Además, mientras ese futuro llega, el presente sigue atado al gas texano. La paradoja es simple: en medio del discurso de soberanía energética, México profundiza su dependencia.
A diferencia de lo que sucedió en Europa cuando Rusia cerró la llave del gas, la Unión Europea reaccionó con una movilización histórica de recursos, construyendo terminales de gas natural licuado y diversificando proveedores. México, en cambio, carece tanto de recursos como de visión. Para muestra, solo hay que recordar que, en febrero de 2021, durante la tormenta invernal Uri, Texas cerró su llave. El flujo de gas hacia México cayó un 90%. Más de cinco millones de hogares en 26 estados se quedaron sin electricidad. Fue solo una muestra del desastre que vendría si el corte fuera deliberado y prolongado. Y lo peor es que, como lo ha señalado Raúl Puente de la empresa Cydsa, México ni siquiera tiene reservas estratégicas de gas natural. Si mañana Trump dice “no más”, no hay plan B. Hay diésel, hay combustóleo, pero no hay capacidad suficiente para sustituir el gas en el volumen que se necesita.
Pero ¿es posible revertir esta dependencia? Revertir la dependencia del gas estadounidense implicaría inversiones multimillonarias, una reforma profunda en el modelo energético nacional y una voluntad política firme. Implicaría también reconocer errores, algo que ni la 4T ni sus opositores parecen dispuestos a hacer. Construir terminales de gas licuado, desarrollar reservas propias a través del fracking, diversificar la matriz energética, y apostar por energías renovables, son caminos viables, pero no a corto plazo. Y mientras tanto, el reloj sigue corriendo, y los ductos siguen fluyendo, como venas que alimentan a un país que no puede vivir sin su vecino, aunque cada día nos quiera menos.
Hoy por hoy, la relación energética entre México y Estados Unidos ha dejado de ser una cuestión técnica o comercial, es un asunto de seguridad nacional. Nuestra soberanía energética no existe. Es un mito que se repite en discursos mientras la realidad se impone con crudeza: dependemos del humor del inquilino de la Casa Blanca, que ha demostrado que está dispuesto a usar todo lo que tenga a su alcance para doblegar al otro.
La pregunta que debemos hacernos no es si podemos sobrevivir sin el gas de EUA. La pregunta real es: ¿por qué nos pusimos voluntariamente en esta posición de vulnerabilidad? Y más aún: ¿tendremos el valor de salir de ella, o preferiremos seguir viviendo con la amenaza encendida como una mecha que nadie quiere apagar?
X:@pacotrevinoa