Un día en Cineteca Nacional, fui invitado por el gran cineasta Juan Antonio de la Riva, a rendir homenaje a Ernesto Gómez Cruz. Me puse feliz, es mi ídolo actor cinematográfico. Le hice este escrito que leí en su celebración. A él le gustó mucho, y yo estaba feliz de brindarle mi cariño
Raúl Adalid Sainz
“¿No es monstruoso que un actor como éste, no más que en ficción pura, sólo en el sueño de una pasión, pueda forzar su alma de tal modo, hasta su idea entera, que por su efecto, palidezca su rostro, se le quiebre la voz, haya en sus ojos lágrimas y desvarío en su expresión y todo esto por nada, ¡por Hécuba!, qué es Hécuba para él o él para Hécuba que puede así llorar por ella?”
Estas palabras, estos pensamientos, son los del “Príncipe Hamlet”, es Shakespeare que se sorprende del talento de un actor. Así apareció una noche del sesenta y siete, aquel “Azteca”, aquel caifán actor llamado Ernesto Gómez Cruz. Todavía lo veo al compás de “México Lindo y Querido”, subiendo a la “Diana Cazadora”, arroparla con brassiere del frío de la noche, dándole un beso en la boca como despedida.
Don Ernesto presenta realidad, naturalidad, matices emocionales, es un actor que refleja a la naturaleza, a la vida misma, a la conducta de los seres humanos. Dota a los personajes de verdad. Relajado, concentrado, para poder crear. Responde a un saber quién es el personaje, qué quiere y a dónde va.
Sabe oír, su escucha lo hace reaccionar con verosimilitud a los estímulos, siempre de acuerdo a la conducta y al marco axiológico del personaje, se comunica con naturalidad, sabe qué hacer en cada secuencia, cree la situación como real y la transforma y vive con arte creativo. Su imaginación es desbordante.
Toma riesgos, es de los poquísimos actores del cine mexicano que caracteriza, interna y externamente. Lo siento y me llena de fuerza en su cristo Purépecha “Auandar Anapu”, un redentor humano de causas justas, un revolucionario sensual que lame las heridas a “Magdalena”. Su monólogo interior, sus pensamientos, los proyecta en sus silencios insondables que son un mundo ante la cámara.
Veo su machito abusivo de Ana Martin, bien acicaladito, peinado con copete rockanrolero, radio en bicicleta, tenis blancos, oyendo a Pedrito Infante en “Siempre hay una primera vez”, del “Perro” Estrada. Su “Crínculo” minero renco con acento de Mendoza, en su magnífico trabajo con Littín en “Actas de Marusia”. Su defeño de ojo de vidrio cantador, con singular estilo a la guitarra interpretando “Virgen de Media Noche”, en aquel humor negro de “La Venida del Rey Olmos”, de Julián Pastor. Su química actoral maravillosa con Pedro Armendáriz JR, en su licenciado borrachín y delator de “El Complot Mongol”, de Ezeiza.
Hago un alto en la carretera del asombro para citar con detenimiento, su gran trabajo en caracterización, de su entrañable maestro violinista boricua “Salvador Pereyra”, en “Maten al León”. Gómez Cruz toca el violín, su actitud corporal y ejecución así lo hacen sentir en la pantalla; trabaja a la perfección el acento puertorriqueño. En sus detalles, en las acciones denota la conducta de su personaje, nos sorprende al compás de “Estrellita”, de Ponce, matando al dictador. Extraordinario, sencillamente extraordinario.
“La Víspera”, Alejandro Pelayo, el Ingeniero “Manuel Miranda”, el personaje. Gómez Cruz crea un lienzo de colores emocionales. Contenido en la exposición del personaje, fino en los recuerdos, en los planes, en la espera llena de esperanza, es el viejo político, esos que él cita, esos como don Adolfo López Mateos, “esos que sí eran políticos”.
La esperanza perdida de su personaje es un tango de dolor, es la desilusión del no nombramiento. Es perderse en la irrealidad para no aceptar el veredicto del destino. Su secuencia final, un cuadro que pasa del dolor a la risa trágica, negar la realidad con un discurso de agradecimiento que nunca se dirá.
Gómez Cruz en “Manuel Miranda” es la máscara del actor griego, ese rostro de mueca trágica y a la vez cómica. Porque al final todo lo que necesitamos los seres humanos “Es una oportunidad carajo”.
“Cadena Perpetua”, de Arturo Ripstein, es el ejemplo de cómo un actor con cuatro secuencias crea una historia, un libro de personaje. “El Cabo Pantoja”, interpretado por don Ernesto es cabrón, impresionado ambiguamente por el “Tarzán”, necesitado de amistad, de lealtad, es preso de Islas Marías de su propia cárcel de dolor. Gómez Cruz vuelve a cantar como en muchos de sus personajes “No me desespere, ábreme la puerta, porque esta noche te quiero besar”.
Ernesto Gómez Cruz vive sus roles, los teje, sus palabras corresponden con las acciones, es un actor que se funde al personaje, comulga con él. Así lo hace con su viaje monumental al imperio de la fortuna de su “Dionisio Pinzón”. Va del dolor pobre pregonero, al asombro de “Caponera”, al ascenso ambicioso de riqueza, de ser alguien a como dé lugar, hasta caer al fuego de su propio suicidio.
Su monólogo contándole al gallo güero su impresión al ver a “La Caponera”, es inolvidable: “Buenota, piernudona, con tranca y pecho como me gustan, que ganas de tenerla aquí. No te amuines mi güero, no empieces con los celos, no tú y yo de aquí para allá, la vieja esa y las otras que se atarugen solas, a ti y a mí no hay quien no las pueda, como campeones del ruedo”. Don Ernesto cierra el gran momento cantando al horizonte “Las rosas de mis rosales, de los jardines del mar…no las encuentra ninguno, no las van a destrozar.
Llega 1987 y veo un trabajo redondo del maestro, “Lo que Importa es Vivir”, de Alcoriza. Don Ernesto vuelca todas sus aptitudes interpretativas en “Lázaro”. Dos facetas: el hombre, y el niño hombre, al caer por la barranca descubriendo el engaño de su mujer y su admirado nuevo administrador.
Su inolvidable don Rutilio de Callejón de los Milagros, es el hombre cansado de rutina, es la necesidad de vivir una experiencia erótica diferente, es su homosexualidad que se expresa dulce y paternal con “El Jimmy”, un personaje don Ru, lleno de contradicciones emocionales, un ser humano que comunica con gran esmero e intensidad de actor. Gómez Cruz crea un ser de carne y hueso, nunca una parodia.
En “Paty Chula”, el señor Gutiérrez da cátedra del ligar con lana. Gómez Cruz es encantador, paternal, consejero, seductor, macho intransigente al tono de toritos. Lleva a “Paty Chula” a la cama con suavidad, relajándola, al son de la negra Tomasa.
Su obispo en “El Crimen del Padre Amaro” es interpretado con el llamado opuesto actoral. Un jerarca eclesiástico con voz y modales tiernos, sin embargo, las órdenes son terribles, sentenciales. La intolerancia es revestida en tono de bondad, en bañera casi romana, donde el señor obispo, teléfono en mano, da instrucciones condenatorias.
El caleidoscopio humano creado por este gran actor podría seguir. Ah, don Ernesto, lo único que queda por decir es, gracias eternas. Es usted un histrión que comunica, que siembra, que es huella a seguir para muchos actores. Un referente comparable al mejor de los intérpretes. Su sencillez con que usted ve la vida es la inmensidad con que ha pintado a sus creaciones. Dicen que Ernesto Gómez Cruz siempre está bien en sus películas, y está muy bien, porque entiende y siente a los personajes, porque responde con verdad absoluta a los estímulos ficticios, porque retrata lo que observa y siente de la vida. Porque es siempre el personaje.
Don Ernesto es como la canción tema de aquellos entrañables caifanes interpretada por Oscar Chávez ¡Un actor fuera del mundo, fuera del mundo!
Raúl Adalid Sáinz
Actor
México D.F. a 25 de junio, 2014.