(La única maestra en mi niñez, que creyó en mí)
Raúl Adalid Sainz
Hoy que se celebra el día del maestro, uno recuerda a sus imágenes, a esos momentos de guías que dieron luz al camino.
Dirijo mi mirada a mi niñez y la poso en las aulas primarias. Veo a una mujer bajita, de pelo cano y sonriente. Es la señora Castro. Mi inolvidable maestra. Una de esas docentes de entrega. De pasión. De vocación. Mencionable lo anterior con mayúsculas ante la falta de estos atributos en la actualidad. Excepciones notables por supuesto.
La gran señora Castro se prodigaba en las materias de gramática, matemáticas, geografía, y dos en especial: lectura en voz alta, y sus inolvidables y cinematográficas clases de Historia de México. Un verdadero viaje a lo desconocido. Aún vivo aquellas sesiones del libro de texto de «Lengua Nacional, Historia y Civismo», leyendo en voz alta aquellos pasajes por la república mexicana de unos niños que habían sido los mejores alumnos de sus estados.
Las clases de historia de México, eran un espejismo de luz de hechos, de conformación de patria, de héroes. Uno de niño vibraba con las narraciones de la señora Castro. Veías al cura Hidalgo en convivio con los indios, oías el grito de madrugada en Dolores, veías a Allende y a Jiménez tomando la Alhóndiga de Granaditas, escuchabas la fiera descarga del fusilamiento insurgente en Chihuahua, atisbabas las esquinas de la Alhóndiga guanajuatense con las cuatro cabezas, (Hidalgo, Allende, Jiménez, Aldama) colgadas como escarmiento.
La maestra Estela era gustante de escribir teatro. Hizo una obra dramática recreando la vida de Don Benito Juárez. Su niñez cuidando ovejas en Guelatao, su paso por la escuela «Real o de los Decentes» en Oaxaca, su ascenso a presidente de la república, su huida por los caminos de México, ante la presencia invasora francesa, solapada por el conservador mexicano. Su regreso a la capital como presidente triunfante.
Aún recuerdo el canto de una estudiantina despidiendo a la emperatriz Carlota al compás de «Adiós Mamá Carlota, narices de pelota», canción antigua compuesta por Riva Palacio en ironía a la emperatriz. La canción, era acompañada en la representación, por el maestro músico lagunero Gonzalo Villaseñor en el piano. Sí, aquella obra de teatro fue representada en el «Colegio Americano», y en el «Auditorio de la Escuela de Medicina de la UAC». Preciosa obra. Nadie me lo contó porque en ella actuaba yo. Éramos puros niños haciendo papeles de adulto.
Tuve la fortuna de recibir un cariño y paciencia enorme por parte de ese gran ser humano. Fue mi protectora. Era un niño problema. Muy inquieto y distraído en clases. Ella me dio confianza. Creía en mí. Su protección me salvó muchas veces de expulsiones, ella era la directora de primaria. Un día se enteró que me «eché la vaca», así como le decíamos en Torreón al irse de pinta. Al día siguiente me vio y me dijo muy seria: «a la próxima te pongo gendarmes».
Organizaba concursos en clases de historia de México. Preguntas. Todavía recuerdo aquella final en que mi gusto por la historia me llevó hasta esa instancia. Mi rival, era mi compañero genial y niño prodigio del Estado de Coahuila, Héctor Murra QEPD. Héctor ganó cantidad de concursos regionales y estatales de aprovechamiento escolar. Tuvo como premio venir a la Ciudad de México a saludar, con otros niños brillantes de la república, al entonces presidente Luis Echeverría Álvarez.
El caso es que en aquella final me enfrenté a Héctor. El triunfo se daba por descontado. Las simpatías de mis compañeros eran para mí por ser el débil. Toma y daca. Nadie cedía. Hasta que llegó esa pregunta que hizo la señora Castro a Héctor: ¿Quién organizó la junta de Zitácuaro? Vi que Héctor palideció, se mordió los labios, dijo en pregunta, «¿la junta de Zitácuaro?» «Yo», dije de inmediato, ansioso, «Yo maestra, yo me la sé». «Espérate Raúl», dijo la señora Castro, «¿la sabes Héctor?», lo inquirió, «No», contestó Héctor entre dientes y molesto. «Tienes la respuesta Raúl», «si maestra», dije, quemándoseme las habas por sentir el triunfo.
«Adelante, esperamos tu respuesta». «Ignacio López Rayón», la señora sonrió y dijo, «correcto, Raúl es el ganador». Como en película gringa del más débil contra el fuerte, mis compañeros gritaron: » ¡Bravo!». Años después, supe por la señora Castro, que Héctor un día le dijo: «sólo una vez me vencieron académicamente, y ese fue Raúl en aquel concurso de niños con la materia de Historia de México».
La última vez que vi a mi maestra fue en el Teatro Mayrán de Torreón (Hoy Garibay). Tenía yo veintiocho años y presentaba una obra que dirigí y actué, «Monte Calvo». Sabía que estaba entre el público, la presenté, y ella que era muy conocida, recibió una fuerte ovación. Fue sonriente al camerino y me dio un gran abrazo. Casi recuerdo sus palabras, poniendo sus manos en mis mejillas: «yo sabía, sabía Raúl, que ibas a ser algo muy grande». Que linda señora.
Al escribir esto se mojan mis ojos en lágrimas. Conservo un estuche café que me dio esa noche. Adentro contenía un llavero dorado con la inscripción de «Monte Calvo», la fecha: 23, 2, 89. Al reverso, mi nombre: «Raúl». Una tarjeta blanca que decía: «Para Raúl con gran cariño y admiración por su tenacidad y por su triunfo». Estela Gil de Castro. Este llavero y tarjeta los conservo.
Mando mi mirada al cielo en total agradecimiento para aquella señora enorme que confiaba en mí. Que me enseñó el respeto a los valores, el amor a México por su historia. El ver que la filia a la patria se podía volcar en una obra de teatro como ella lo hizo. Hoy, que tanto nos faltan maestros así en nuestro México, digo: Feliz día del maestro Señora Estela Gil de Castro. Dios la bendiga siempre. Fue usted un faro de luz radiante para este que hoy nostálgico y presente la recuerda con inmenso cariño y agradecimiento.
Pd: Mireya Castro, me tomé el atrevimiento de tomar la foto que publicaste de tu mamá para enmarcar este escrito. Te mando mi abrazo muy, muy fraterno. Nunca olvido a mi maestra.
Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México-Tenochtitlan