Federico Berrueto
Son muchos los temas en los que Andrés Manuel López Obrador ha cambiado como presidente respecto a su postura como opositor. En unos casos son ajustes propios del cambio de la perspectiva por el tránsito a ser autoridad; otros son un giro radical y, para no pocos, una traición al pensamiento propio y a la corriente política que dice suscribir.
El más destacable de los cambios ha sido la militarización. De un polo -regresar a los militares a los cuarteles- ha pasado al opuesto, involucrarlos en todos los ámbitos de la gestión pública y depositar en ellos la seguridad, tarea que la Constitución determina que es de corte civil, criterio ratificado recientemente por la Corte al anular las reformas a la ley que asignaban la Guardia Nacional a la SEDENA.
Los presidentes de México han descargado en los militares lo fundamental de la seguridad pública. Se entiende por dos razones: la primera, se enfrenta a un poderoso y violento enemigo con capacidad considerable de fuego; la segunda, la debilidad de las fuerzas policiacas civiles, especialmente las municipales y las estatales. Pero la Constitución determina que la acción militar debe ser temporal, supervisada, regulada y limitada a un territorio.
Andrés Manuel fue el primero en abordar el tema de las causas originarias de la violencia; sin embargo, su populismo le llevó a considerar la pobreza y la desigualdad, a pesar de la falta de sustento en la evidencia. Esta implícita criminalización de la marginación hace eludir el tema central en la inseguridad: la impunidad.
López Obrador encontró en los militares lo que aspiraba: obediencia y capacidad para hacer. Al mismo tiempo advirtió la vena popular de los altos rangos, como si la pobreza fuera fuente de virtud. También asumió que la disciplina que les rige los alejaba de la venalidad. La dinámica personal y laboral cotidiana del presidente le hizo depender y apreciar a los militares. Su crisis de salud y las prevenciones de seguridad a cargo de la milicia debieron ser altamente apreciados, más por una persona desconfiada. Su militarismo no sólo lo aleja de la postura histórica de la izquierda, también de la corriente liberal de la que dice participar, muy lejos de Juárez y Madero, muy cerca de Porfirio Díaz y Victoriano Huerta.
Los soldados son propensos a todas las faltas propias de la condición humana. Cierto es que su código de lealtad y disciplina los contiene, pero no hay evidencia alguna en parte alguna que pruebe que los valores de los militares los vuelva inmunes a la corrupción y al abuso. Así, el presidente tiene que hacer un serio esfuerzo para eludir lo que significan los excesos y el dispendio documentados del general Secretario.
Hay otra traición, no menos relevante y a la vista de todos: hacer de la más elevada oficina de la República cuarto de campaña para la sucesión presidencial. El presidente se engolosina y regodea con la afirmación no somos iguales; él sí es igual y un tanto peor; después de la elección intermedia a costa de él mismo, de su gobierno y de la ley, dio banderazo de salida a las precampañas. En todos los sentidos se la ha pasado fustigando a la oposición. No hay recato ni simulación alguna. Instruye públicamente a los gobernadores a dar trato igual a los aspirantes de su partido.
El presidente sabe que en nuestro contexto cuando el gobierno se transforma en agencia electoral es ruptura al código democrático, que él mismo padeció y recurrentemente refiere al agravio. Sin embargo, ya en el poder ha recurrido a las peores prácticas de parcialidad no sólo detractando e insultando a los adversarios, también presionando y agraviando a las autoridades electorales. Las resoluciones del INE, ratificadas por el Tribunal Electoral son descalificadas desde la misma presidencia de la República. Igual vale para los medios de comunicación. La libertad de expresión deseable es la que le aplaude y reconoce.
Zedryk Raziel de El País informa que el encuentro del pasado viernes con los cuatro aspirantes de Morena tuvo propósitos exclusivamente electorales. El presidente, en ausencia del dirigente Mario Delgado les aclaró que, entre julio y agosto, después de las elecciones de Coahuila y Estado de México, se dará a conocer quién será el candidato (a), una violación abierta a los términos constitucionales de campañas y de prevalecer la ley, una sanción fatal al favorecido (a) por el inicio anticipado de campañas. De 90 días de campaña, el candidato del gobierno tendrá 269 días, si el destape ocurre a finales de agosto.