Federico Berrueto
La base de toda democracia es la autoregulación; es la manera como actúa el conjunto del sistema para producir gobiernos eficaces, para que los frenos y contrapesos obliguen a toda forma de poder a sujetarse al pacto social fundamental que es la Constitución y también para evitar, frenar y sancionar todo abuso de poder.
El régimen presidencial de origen ha planteado el desafío de impedir que derive en autoritarismo. La preocupación originaria de los constitucionalistas norteamericanos -ingenieros y arquitectos del sistema presidencial- fue evitar el abuso del poder presidencial. Por ello, depositaron la soberanía popular en la Cámara de Representantes y no en el Ejecutivo, el que habría de elegirse por voto indirecto. El gobierno a cargo del presidente de origen fue un poder con contención constitucional, regional, política y social.
México copió el sistema presidencial y federalista norteamericano, pero con una realidad política diferente. La pérdida de territorio nacional y la incapacidad para formar gobiernos estables llevó a la aspiración por una presidencia fuerte, garante de la paz social y de la soberanía nacional. Su expresión más acabada fue Porfirio Díaz, y de varias formas Benito Juárez ya lo anticipaba. La diferencia entre ambos, nada menor, fue su postura ante el Congreso y la libertad de expresión.
La revolución y la inestabilidad al momento del relevo presidencial llevó a la formación de un régimen que resolviera por la vía política la sucesión presidencial. La idea de representación política no existió. No es la elección la fuente de legitimidad, sino recurrir al mandato histórico y a la eficacia para mantener a toda costa la paz social. El partido no era maquinaria electoral, fue instrumento del presidente para el control político y la unidad del país, especialmente en el momento de la sucesión presidencial.
Ahora se desdeña al presidencialismo autoritario; verlo en retrospectiva y en comparación admite otra lectura. Su debacle es lo más relevante porque su reformismo abrió la puerta a la democracia, sin que haya ocurrido con ruptura, violencia o crisis institucional. Capítulo especial fue 1994: el levantamiento zapatista mostró el fracaso del régimen en lo social, y los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu el fin del México de la paz social y la civilidad política.
Si 1997 se considera el punto de partida del régimen democrático -cuando el presidente pierde mayoría en el Congreso y se instituye una estructura y reglas capaces de garantizar elecciones justas, legítimas y ordenadas-, el recorrido hasta 2018 es venturoso en muchos aspectos, en otros no. Se profundiza la desigualdad social y regional; la modernización beneficia a los menos; la democracia electoral queda comprometida por la partidocracia y la venalidad en el servicio público se amplía y profundiza a pesar de la alternancia en el poder, del carácter protagónico del Congreso, de la independencia del Poder Judicial y de la Corte, así como de la concurrencia de organismos autónomos. La impunidad es la mayor herida y origen de muchos de los males.
El descontento condujo a la reedición del presidencialismo autoritario. Tiene que ver con el presidente y su grupo político, pero más con el anhelo profundo de los mexicanos por un mandatario fuerte, que imponga orden y que sea fuente de justicia. Como tal, la apuesta no es el sistema, es la persona; no son las reglas, sino los hechos; no es la contención, sino al contrario, un presidente sin ataduras; no es la representación ciudadana, sino la asunción popular; no son las elecciones como medio para elegir gobernantes, sino para ratificar el proyecto trascendente.
El futuro mediato es una incógnita. Mucha de la fuerza existente pende del presidente López Obrador y su singularísima forma de ejercer el poder. Él se va y su modelo es irrepetible; además, a diferencia del presidencialismo autoritario, prácticamente nada se ha institucionalizado. En perspectiva, dos escenarios extremos se perfilan: el menos probable, el del caos; el posible pero incierto, el entendimiento del conjunto político, social y económico para un nuevo momento fundacional del régimen. El despertar ciudadano invita al optimismo; las reservas devienen de la fragilidad ética y precaria visión de las dirigencias de los dos grandes partidos históricos.