Raúl Adalid Sainz
Aquella tarde noche José fue a la recámara de ese hotel donde vivió por primera vez el amor con María. Esa mujer que seguía en él después de tantos años. Su intención era hacer un relato vivo por medio del recuerdo. Vio aquella vieja lámpara, un tocador y ropero antiguo, y el lugar exacto de la cama donde hicieron el amor.
Volvió a sentir la excitación al tocar su piel, el remoto canto de un encuentro esperado, el súbito rigor eterno al tocar sus labios con los suyos, el compaginar de susurros, ese encontrar al igual desde tiempos remotos. La sublime explosión final de todos los dentros. Un choque brutal que retornó nuevamente. Otra vez volvió a verla.
Era el pasado que aún lo perseguía como sombra fugitiva. Escuchó como en aquella ocasión ese coro de «góspel» de la iglesia metodista contigua. Ese que era como un eco extraño del encuentro. Todo lo había escrito. El lugar mismo dictaba su presencia, las acciones que resucitaban. Vio la mirada sentencial de María: «Nos encantamos pero no podremos estar jamás».
Leyó su relato, era un terremoto perfecto. Cerró el cuaderno. El «góspel» aumentaba en intensidad. Sacó una botella de plástico de su pequeña maleta, roció como con agua bendita la cama minuciosamente, purificándola. Sacó una caja de cerillos, encendió uno y lo aventó a las sábanas. El instante cobró pequeñas llamas que crecían y crecían, aventó el cuaderno a la cama, comenzaba aquel crispar incendiario que se le confundía con los susurros del primer encuentro.
Vio por última vez el lugar, todo se iba, ella también, respiró hondo y cerró para siempre la puerta de aquel cuarto 210. En eso despertó súbito y suspirando; en su recámara comenzaban a crecer tremendas llamaradas.
Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan