DIRECTORES FASCINANTES
Maestro de un estilo inimitable, en su primer (y brillante) período se concentra un cine energético, provocativo, seductor e inquietante que tiene sus primeras cumbres en el denominado Nuevo Cine Australiano que, en los setenta, daba sus frutos frescos y que conectaba a la perfección con el deseo de una generación por ver películas distintas, de ésas que te marcan la vida. Peter Weir tiene tres grandes títulos indispensables, “La última ola”, “Picnic en las rocas colgantes” y “El año que vivimos en peligro”, parte de una filmografía que, en su etapa americana, pareció opacarse, pero supo seguir nadando contracorriente
Víctor Bórquez Núñez
Eso a lo que llamamos realidad no es más que un sueño dentro de un sueño.
Lo aprendimos cuando, subyugados, vimos esa película llamada “Picnic en las rocas colgantes”, donde tres chicas y una profesora se pierden durante una excursión a las estructuras rocosas australianas, en el Día de San Valentín en 1900. Ese filme fue la punta de lanza para que el entonces denominado Nuevo Cine Australiano llegara con toda su fuerza y seducción, demostrándonos que más allá de nuestras fronteras existía un puñado de creadores que tenían más que talento y capacidad de producción, eran poseedores de ideas.
Es cierto que, por desgracia, el poderoso cine de Peter Weir mostró un evidente desgaste cuando, en la industria estadounidense (Hollywood, a secas), pareció tocar fondo con “Green Card”. Pero supo mantenerse y salir adelante, demostrando que su esencia permanece inalterable.
En apariencia su estilo se nutre de materiales diversos sin un punto definido. No obstante, su mirada como cineasta, su sello queda demostrado en piezas fílmicas de indudable elegancia en su factura, creatividad en lo visual, fascinación en sus efectos casi lisérgicos cuando se las analiza en profundidad.
Todas sus películas están determinadas por la mirada que hace el director respecto de la naturaleza, de sus misterios y de cómo una geografía determina ciertos comportamientos y misterios. Esto hace que su cine sea autoral, aun cuando su presencia detrás de la cámara pase casi inadvertida, porque él nunca se ha planteado como un realizador omnipresente al estilo Stanley Kubrick ni autorreferente como el inabarcable Fellini. No, Peter Weir prefiere desaparecer de escena, dejar que sean sus imágenes las que hablen por él. ¡Y vaya que hablan!
Para él no existen recetas, tics o manierismos. Su cine, el gran cine de Weir es sobrio, acotado, elegante, minucioso y sobre todo, preciso. No ocupa planos de más, solo los que debe entregar para referirse a sus propios intereses como creador.
Resulta curioso, por decir lo menos, que no se haya estudiado de manera crítica su aporte al séptimo arte, pese a la acogida que su cine ha tenido en los espectadores, desde su estruendoso debut en 1974 cuando presenta su largometraje “Los coches que devoraron París” (The Cars That Ate Paris, 1974). Desde entonces, han transcurrido casi cinco décadas en las que ha creado una filmografía en dos etapas muy bien marcadas: Australia y Estados Unidos.
Por lo anterior, es hora de rescatarlo de un aparente olvido en sus títulos más necesarios de revisar, películas fascinantes en las cuales ha quedado claro que su estilo se ha refinado, sus temas se han ampliado y sus posibilidades expresivas han encontrado eco en nuevas generaciones. Sin embargo, para un cinéfilo pleno, nada supera su etapa australiana, donde nos brindó experiencias tan inquietantes como permanentes en su embrujo visual y sonoro, porque vaya que ha sabido usar el sonido para generar placer y dolor por partes iguales.
Peter Weir forma parte de la primera generación de cineastas surgidos en el continente australiano y que durante la década de los 70 dan a conocer que en esa isla continente estaba naciendo una generación desigual entre la que se cuentan nombres como los de George Miller, Colin Egglestone, Rod Hardy, Richard Franklin, Fred Schepisi, Bruce Beresford y Phillip Noyce. A la cabeza de todos ellos estaba Weir con una cantidad de películas e ideas que conmovieron esos años.
Si algo los unifica es un cierto estilo localista, con personajes y situaciones que solo se podían encontrar en un lugar tan hermoso como extraño para los ojos occidentales, a la vez que un tendencia por adentrarse en el terreno de lo fantástico, o al menos, a visualizar atmósferas que transfiguran el costumbrismo y se deslizan hacia ámbitos desconocidos de la realidad, donde siempre el desierto agreste sirve como camino hacia la abstracción en el tratamiento de temas y personajes, huida de cualquier forma de sentimentalismo, concisión y la tendencia marcada por los finales inesperados.
La primera obra maestra de su filmografía es su segunda película y un verdadero hito en el cine de su país, “Picnic en las rocas colgantes” (Picnic at Hanging Rock,1975), donde se evidencia no solo su madurez respecto de su debut, sino que aparece el abanico de lo que será su estilo visual reconocible: una puesta en escena que privilegia lo onírico en conjunción con la presencia implacable del medio físico, el evanescente trazo del misterio frente a la rotunda e la implacable acción de la naturaleza. Esta bellísima película es, a todas luces, un clásico instantáneo, un título tan ambiguo como fascinante que debe ser analizado por cualquiera que desee disfrutar del fantástico y de lo inasible.
Se repite el placer por lo onírico en su siguiente película tan bella como inquietante, “La última ola” (The Last Wave,1977), que utiliza el sueño como expresión de la creatividad del inconsciente. Los sueños, como planteaba Jung, poseen una función prospectiva hacia el futuro, anticipan acontecimientos. Y en este filme Weir los usa como símbolos que tejen el sueño más allá de las máscaras de lo reprimido.
Conviene destacar que estas películas configuran un tríptico perfecto para asegurar que, como pocas veces sucede, estamos ante un autor esencial, de ideas y de motivos lo suficientemente poderosos para traspasar las fronteras y quedar en el grupo de los maestros.
A esto debemos sumar el tema que recorre gran parte de su exquisita obra, el de la seducción y los deseos, donde las imponentes «rocas colgantes» ejercen una atracción (casi sexual) irresistible sobre las jóvenes que se deciden temerariamente a subir y explorarlas. La lectura sexual de toda esta secuencia, rematada con una profesora de matemáticas que más adelante es descrita con mentalidad masculina, resulta innegable.
Lo verdaderamente perturbador de estos filmes de su primera etapa radica en que detrás de lo cotidiano, debajo de la superficie y de las apariencias, reconocemos que existe “otra realidad”, algo diferente, que al ser develado destruye la normalidad. Como sucederá en su notable “El show de Truman” (The Truman Show,1998), cuando el protagonista descubre la manipulación de la que ha sido objeto desde la cuna en una sociedad que, de pronto, deja de ser real y por lo mismo, cae en una dimensión fantástica. La misma idea está en su segunda obra maestra “El año que vivimos en peligro” (The Year of Living Dangerously, 1982), una película tan desoladora como provocativa y evocativa a la vez, con el telón de fondo de la lucha política que traspasa el plano de lo ético y se instala en un mundo abstracto, dominado por sombras y temores, una sociedad en la que Kwan (Linda Hunt), el verdadero pilar del filme, verá una oportunidad de redimirse. Idea central también en “La Costa Mosquito” (The Mosquito Coast, 1985), en la que el director hace una alegoría respecto de la percepción deformada de la selva como falsa vía de escape ante un consumismo deshumanizador y en la que quedan atrapados los protagonistas.
Cada una de estas películas demuestra que los individuos convierten el espacio físico en una proyección que los interpela y en donde se pone a prueba sus valores o la determinación de su voluntad, cuestiona principios y determina la capacidad para mantener sus convicciones.
Incluso en un filme como “Sin miedo a la vida” (Fearless, 1993), el director emplea el pasillo de un avión siniestrado para usarlo como metáfora del tránsito hacia el más allá, donde predomina el ensueño, estado en el cual muchos de los personajes de su cine, partiendo por la adorada y adorable Miranda de “Picnic en las rocas colgantes”, parecen vivir.
Si se revisa la filmografía del realizador australiano descubrimos una galería de personajes que se caracterizan por ser individualistas, desplazados y esquinados en el ámbito de la comunidad, al margen siempre de un orden siempre reglado que, por ello, se transforman en excéntricos, en seres que se embarcan en una búsqueda vital que les condena.
Esos personajes parten con una mujer semejante a un ángel de Botticelli que sube una ladera escarpada y desaparece de este mundo como una visión fugaz (“Picnic en las rocas colgantes”), puede ser un chico bueno y querido que, de la noche a la mañana, se da cuenta que toda su vida ha sido un set de televisión y decide decir no más (El show de Truman), o un galeón napoleónico «fantasma» más allá de lo que exige el deber incluso en tiempos de guerra (“Master and Commnander: Al otro lado del mundo”).
Algunos han insistido en el tema del enfrentamiento cultural como motor de los argumentos de Weir, algo congruente considerando que el director proviene de una colonia en la que la cultura europea prevaleció sobre una cultura autóctona y radicalmente heterogénea.
Donde nadie puede tener dudas es en su exquisitez visual, en la elegancia de la composición de sus planos como en la secuencia de la despedida entre John (Harrison Ford) y Rachel (Kelly McGillis) en “Testigo en peligro” (Witness, 1985), con sendos planos enfrentados, ella enmarcada por la tiniebla del interior de la casa y él, por el paisaje cruzado por un camino sobre el que espera su coche: allí están las dos culturas frente a frente, cada una en su individualidad y por lo mismo, en la distancia infranqueable, sin posibilidad de un contacto más allá de lo meramente epidérmico, y a fin de cuentas, con la separación como único destino. ¡Ay, Miranda evaporándose en las rocas colgantes!).
Y finalmente su obra está cruzada por los suicidios, todos ellos rituales en su forma: los suicidios de sus personajes -Kwan, Hollom y Neil (Robert Sean Leonard)- vienen precedidos de gestos que podríamos considerar rituales. No existe ansiedad en sus rostros, actúan desde la aceptación de sus destinos, sin miedo, como si ya desde el momento en que han decidido poner fin a sus vidas, pertenecieran a otro orden, como si ya no sintieran miedo a la muerte porque han dejado de estar vivos, alcanzando el sueño dentro del sueño. Esa gestualidad ritual es subrayada con bandas sonoras donde predomina la música de Mozart, Beethoven, Albinoni o Bach en sordina, sostenida, generando atmósferas de fatalismo y ensueño, donde predomina una atmósfera irreal. Ese es el mundo de Weir en estado puro.
En sus obras grandes, como “Gallipoli” (1981) o en aquella realizadas por encargo, siempre existe un sello que ennoblece cualquiera de sus producciones. Ese sello es el que se desprende de una obra rica, compleja y necesaria de estudiar en toda su profundidad.
LARGOMETRAJES:
The Cars That Eat People (Los coches que se comieron París, 1974)
Picnic at Hanging Rock (Picnic en las rocas colgantes, 1975)
The Last Wave (La última ola, 1977)
Gallipoli (1981)
The Year of Living Dangerously (El año que vivimos en peligro, 1982)
Witness / Testigo en peligro, 1985)
The Mosquito Coast (La costa mosquito, 1986)
Dead Poets Society (La sociedad de los poetas muertos, 1989)
Green Card (Matrimonio por conveniencia, 1990)
Fearless (Sin miedo a la vida, 1993)
The Truman Show (El show de Truman, 1998)
Master and Commander: The Far Side of the World (Master and Commander: Al otro lado del mundo, 2003)
The Way Back (Camino a la libertad, 2010)
@VictorBorquez
Periodista, escritor y Doctor en Proyectos de Comunicación