DIRECTORES FASCINANTES
Víctor Bórquez Núñez
Para descubrir, valorar y exaltar la magnífica obra de Béla Tarr (Pécs, Hungría, 1955), hay que dejar de lado el concepto de cine comercial, navegar en las aguas de una estética especial y sin complejos que, en pocos títulos, cautiva, impacta y sacude con películas absolutamente atípicas, generalmente en blanco y negro rotundo, donde se despliega su talento que pone en jaque a los espectadores ansiosos que no saben valorar el tiempo, la noción del espacio y la simbología que despliega en filmes como Nido familiar (Csaladi tiizfeszek, 1979), La condena (Karhozat, 1988) y Armonías de Werekmeister (Werekmeister harmóniák, 2000).
Realizador notable y apegado a su canon estético, está siempre preocupado por temas como el caos -“Nunca hablamos sobre el caos o cosas existenciales. Solamente hablamos sobre alguien que entra en el cuarto y que quiere algo y el otro tipo que está sentado no quiere estas mismas cosas. Eso es todo”- y la existencia, por ello sus películas son tan intensas, inconmensurables y dueñas de una estética reconocible de inmediato, donde se privilegia ese poético travelling lateral que descoloca, incita y provoca extrañeza.
Béla Tarr es, no obstante, un relativo desconocido que, pese a su paso por festivales como Cannes, Berlín o Bérgamo y a impactantes estrenos de películas como Sátántangó, una gigantesca película de 450 minutos de duración, basada en una novela de Laszlo Krasznahorkai, no ha alcanzado el estatus de maestro reconocido como Bergman, Fellini o Kurosawa.
El cine maravilloso de Béla Tarr navega por un estilo que no claudica a las modas, a las tendencias ni a los reclamos del público adocenado, que solo entiende el cine como un vehículo que lo conduzca a lo cómodo, lo conocido y lo efímero. Por eso sus propuestas son siempre profundas divagaciones que ahondan en los secretos de la existencia, lo que se traduce en una propuesta seria e irrepetible
Sus filmes son experiencias, en el mejor sentido de la palabra y siempre resultan una provocación para el espectador, ya sea por la manera de filmar con una cámara que se desplaza lenta por el encuadre, con travellings laterales que nos introducen y nos sacan del punto de vista de una secuencia y por la persistencia de ciertos elementos simbólicos que, a medida que se va conociendo su obra, terminan por hacerse elementos reconocibles: la presencia de los perros, los rituales del baile en los pueblos, los sonidos que surgen reemplazando las palabras, por ejemplos.
Cuando alguien se aproxima a su universo fílmico, lo primero que seduce de sus películas es el lenguaje que emplea: delicado, sutil, denso, privilegiando la materialidad de sus elementos visuales. La secuencia inicial de “El hombre de Londres” es tan hermética en su planificación de ese largo -eterno- plano secuencia donde está ausente el sonido, la palabra y hasta el concepto de decorado, donde todo se vuelve abstracto, haciendo que el espacio escénico – fílmico deje total libertad a la cámara móvil que jamás cede a los espasmos habituales del cine de acción.
A Béla Tarr le acomoda el estudio del rostro, el movimiento de las personas que entran y salen del encuadre, todo aquello que en su conjunto revela las emociones, la intimidad de los personajes, alejándose conscientemente del denominado realismo socialista que en sus filmes resulta grave, nauseabundo y destructor de las relaciones familiares.
El director hurga en los vínculos que establecen sus personajes y emplea un estilo casi surrealista, un intimista análisis de la naturaleza del poder y un retrato de la sociedad desgarrada por dolores del pasado. Todo esto descrito en primerísimos primeros planos que suelen estar filmados de manera especial y dramática, con planos que suelen acabar en un estallido de luz.
Béla Tarr es un creador pluridimensional, con la misma importancia de realizadores como David Lynch, Ingmar Bergman, Woody Allen, Federico Fellini, David Cronenberg, Andréi Tarkovski, Martin Scorsese, Paul Schrader, Akira Kurosawa, John Carpenter, Brian De Palma, Werner Herzog o Jan Svankmajer y toda su obra abarca temas propios de la Humanidad: la sensualidad, lo político, las relaciones humanas tortuosas y los amores sublimes, en un contexto social claramente identificable con su Hungría natal.
Si algo caracteriza su cine, su estética, es el empleo del travelling lento y deslizándose para situar o descolocar a los protagonistas, donde por ejemplo puede iniciar un filme con la imagen de un hombre dando la espalda a los espectadores, mientras mira el deslizamiento de las cabinas de un enorme teleférico por sobre un ambiente seco, abstracto, casi irreal y aparece entonces su sello, el lentísimo travelling lateral que nos presenta a los demás personajes, todo acompañado con una banda sonora precisa y el uso de la luz y la sombra, con significados específicos.
Este empleo del travelling para situarnos o sacarnos del caos, es propio de su cine: nos muestra en penumbra, inmóviles como estatuas, a los asistentes a un bar mientras una bella mujer canta; la secuencia en que dos amantes hacen el amor frente a un espejo o la imagen de la hermosa joven que amamanta a un bebé que llora, al lado de un televisor sin imágenes… son todos ejemplos del empleo magnífico del brillante y casi imperceptible travelling lateral.
Debemos, por tanto, reconocer que Béla Tarr es un realizador que construye atmósferas irreales, oníricas mezclándolas con apuntes naturalistas, casi documentales y, si bien siempre ha dicho que odia las clasificaciones, puede reconocerse en él a un creador capaz de filmar cine de ficción-documental. Todo su cine vuela hacia lo irreal, hacia la abstracción, aun cuando jamás se desprende del contexto social, político y económico donde siempre aparece el tema del socialismo real y sus consecuencias sobre Europa.
Una característica de su estilo de trabajo es que siempre utiliza no actores, sacando el mayor provecho de sus facciones y comportamiento que se desarrollan en espacios reales muy extraños, secos, desérticos, con presencia constante de perros y sonidos específicos que sorprenden a los espectadores. Y a la vez lo hipnotizan con su sistema formal con planos secuencias muy extensos, uso del blanco y negro como opción estética, el uso del fuera de campo, movimientos coreográficos de la cámara y de los personajes, observación excesiva dejando a la narrativa en segundo plano, aun cuando jamás cede a la abstracción total y siempre logra darnos cuadros terribles (y hermosos como cine) de seres que están naufragando en un caos existencial que no cesa.
FILMOGRAFÍA
Largometrajes
Nido familiar (1977)
El intruso (1981)
Gente prefabricada (1982)
Almanaque de otoño (1985)
La condena (1988)
Sátántangó (1994)
Las armonías de Werekmeister (2000)
El hombre de Londres (2007)
El caballo de Turín (2011)
@VictorBorquez
Periodista, escritor y Doctor en Proyectos de Comunicación