Luis Alberto Vázquez Álvarez
Antes de la evangelización cristiana a los pueblos originarios de Mesoamérica, existían ya tradiciones religiosas autóctonas que en mucho se parecían a la Buena Nueva traída de Europa; ambas ofrecían idénticos orígenes maravillosos y sacrificios finales también similares, aunque con diferente profundidad humanista.
Los mexicas celebraban el nacimiento de Huitzilopochtli durante el mes de “Panquetzaliztli” (diciembre), con rituales en el Templo Mayor que incluían danzas, cantos y la representación simbólica de la victoria del Sol sobre las fuerzas nocturnas. Coincidía con el solsticio de invierno. Según la tradición, Huitzilopochtli nació en el cerro de Coatepec de la diosa Coatlicue sin que ella hubiese tenido relaciones carnales con ningún varón (aunque si tenía ya hijos anteriores).
Cuenta la leyenda que barría ella el templo cuando cayó del cielo una bola de plumas finas que guardó bajo su huipil, cuando termino la buscó, no la encontró y descubrió que estaba embarazada. Por ello se le conocía como madre fecunda y su hijo producto de una concepción divina. Cuando sus otros hijos se enteraron de esta nueva concepción, decidieron matarla para salvar su honor, por ello Huitzilopochtli nació armado para derrotar a su hermana Coyolxauhqui (la luna) a la que destrozó y a los 400 Centzon Huitznáhuacs a los que lanzó al cielo para formar las estrellas del firmamento. Este mito simbolizaba la lucha diaria del Sol contra la oscuridad.
El nacimiento del dios Huitzilopochtli era visto como la renovación del Sol y la garantía de la continuidad del mundo. Su madre. Coatlicue, representaba la tierra como matriz y tumba, origen de la vida y destino final de los hombres; era venerada como maternidad primordial encarnando la dualidad de fertilidad y auxilio en la muerte. Los Rituales principales para celebrar su nacimiento incluían en izado de banderas y estandartes en los templos, especialmente en el Templo Mayor; procesiones y danzas guerreras, evocando la batalla cósmica; cantos y recitación de himnos en su honor y ofrendas de papel, flores y comida. Estas celebraciones no solamente eran religiosas, sino también políticas: reafirmaba la identidad mexica como pueblo elegido por él y legitimaba su expansión militar.
Acabamos de celebrar el natalicio del Mesías: Jesucristo, lo hicimos en familia, con alegría, júbilo y con una tradición de más de dos mil años de esperanzas siempre soñando, deseando y orando por lo mejor para toda la humanidad que, a través de miles de batallas y de matanzas de millones de seres; cuando casi siempre, con malicia, perversidad, alevosía y malvadamente lo ejecutamos en nombre de una religión, destruimos civilizaciones completas por imponer nuestras creencias y luego criticamos a los mexicas que en honor de Huitzilopochtli sacrificaban a sus semejantes, olvidándonos que esa es precisamente la máxima diferencia entre la religión mexica y la cristiana. Aquel ídolo exigía sacrificios para él, Cristo se sacrificó, Él personalmente, por todos los demás, Él se entregó para salvar a la humanidad.
Sin embargo, desde que el poder político y económico hipócritamente adoptó su credo y se apoderó de la iglesia de Cristo, se sacrifican a los demás, personas, pueblos y hasta razas, para beneficio de sus fieles fanáticos que combinan su veneración con el culto de Kubera, Pluto o Mammón, símbolos de la avaricia, la codicia y toda tentación material; bendecidos y sacralizando desde la jerarquía eclesiástica que usa mantos púrpuras con brocados de oro y pesados pectorales cuajados de piedras preciosas, imitados por sus farisaicos devotos que también usufructúan privilegios tras usar su doctrina como símbolo político en partidos de “inspiración cristiana” o conservadores usureros, agiotistas y evasores de impuestos; quienes en fastuosas cenas fingen celebrar el rito navideño degustando manjares exquisitos y exóticos vinos espumosos, todos ellos obtenidos con la explotación de los pobres, olvidándose que a quien “dicen” festejar nació en humilde pesebre.
Pero no olviden estos saduceos émulos de Epulón, que muy lejos estará Lázaro, el leproso, cuando ellos, sumergidos en el noveno círculo del infierno de Dante, quieran que moje su llagado dedo y deje caer en su agrietada boca por la sed, una gota de agua, esa que nunca les llegará.







