Federico Berrueto
Dirigentes del PAN dan por válidas las palabras de la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, de que no hay iniciativa alguna de reforma electoral, y con ello concluyen que no habrá cambio en la materia. El calificativo “electoral” de la reforma —en papel o en las intenciones— es inexacto, porque lo más relevante no son las reglas asociadas a la organización de las elecciones, sino la manera como se integran los órganos legislativos y el régimen de partidos; asuntos estrictamente políticos. Por su parte, todo indica que persiste la intención de modificar el sistema electoral y también la integración de la Cámara, según esto, para disminuir el gasto en la materia.
La primera reforma política no fue con López Mateos -con los diputados de partido-, ni con la reforma fundacional promovida por Jesús Reyes Heroles durante la presidencia de López Portillo. Lo más relevante ocurrió con la creación del PNR, que nació no para representar ni para ganar el poder por la vía electoral; el partido de Estado fue creado para resolver políticamente la rebelión surgida con ocasión de la sucesión presidencial. El PNR y sus sucesivas transformaciones cumplieron con su objetivo originario en las condiciones del México rural y violento de esa época. El modelo dio de sí cuando el cambio social mostró la disfuncionalidad del sistema de partido hegemónico. El movimiento estudiantil de 1968 y su secuela pusieron al descubierto las limitaciones del régimen político.
La reforma de los años setenta fue preventiva, anticipó la necesidad de incorporar la pluralidad a la representación política. Hubo claridad en sus gestores de que eran preferibles gritos en el Congreso que balas en la sierra o bombas en la ciudad. El cambio resultó exitoso: se abrió espacio a la coexistencia de la diversidad con la representación de las minorías y la competencia electoral cobró vigor.
La elección de 1988 reveló la necesidad apremiante de una reforma que diera certeza al voto. Punto de partida fue la creación del IFE como institución permanente y especializada; la modernización de la organización de la elección con listado ciudadano y credencial de elector confiables, en casillas ciudadanizadas, estructura electoral permanente, escrutinio oportuno y riguroso de los resultados, creación del consejo electoral con representantes de partidos y magistrados ciudadanos; justicia electoral especializada para la calificación de las elecciones, y creación de un órgano legislativo en el entonces Distrito Federal. A este cambio le siguieron transformaciones sucesivas que culminarían con la autonomía del órgano electoral y del tribunal adscrito al Poder Judicial Federal, la democratización de la elección de todas las autoridades en la Ciudad de México, reglas de equidad en la contienda, etcétera. No debe excluirse, como parte de la democratización, la reforma al Poder Judicial y la creación de los órganos autónomos.
La transformación del sistema electoral sucedió gracias a los resultados exitosos de la reforma política. Lo que vendría después sería significativo ante la profunda crisis que enfrentó el país en 1994 y 1995. El voto, la competencia política, la alternancia y el gobierno dividido permitieron dar cauce no sólo a las exigencias de apertura y mayores libertades, sino también a la canalización del descontento social.
Este apretado recuento revela la importancia de la reforma política. La estabilidad de del país ha sido uno de sus frutos; desde luego, no suficiente. El problema es que se han desmantelado las instituciones de la democracia y colonizado los órganos electorales; a diferencia del pasado, las reformas se hacen a partir de la exclusión. Se eliminó la independencia del Poder Judicial. El diálogo y el acuerdo plural constituyen anatema para el poder. La distancia entre la sociedad y los partidos presenta extremos preocupantes, mientras persiste el déficit de legalidad y justicia. La impunidad se ha profundizado, al tiempo del surgimiento de una criminalidad extremadamente violenta, que inició con el tráfico de drogas, ampliándose hacia la práctica de la extorsión, penetrando por igual a partidos, poderes y órdenes de autoridad.
Este entorno de deterioro institucional se acompaña de nuevas expresiones de descontento, muchas vinculadas a la impunidad que persiste y se expande. La crisis es mayor porque alcanza a las autoridades mismas, percibidas como cómplices. En breve, el país se aproxima a un nuevo momento en el que la legitimidad del sistema queda expuesta. El descontento no sólo remite al partido gobernante y al régimen político; alcanza al conjunto del sistema, incluidos partidos opositores.
Los problemas crecen. La impunidad genera un rechazo generalizado que moviliza a la población. Obligado preguntar: ¿se darán cuenta quienes mandan? Y, como sucedió con la reforma política del pasado, ¿estará este escenario contemplado en la iniciativa de reforma?







