Luis Alberto Vázquez Álvarez
La iglesia católica ha sufrido múltiples escisiones: en 1054 ocurrió el Gran Cisma de Oriente que separó la iglesia ortodoxa de la católica romana. En 1378 sobrevino el Cisma de Occidente, en el que por varias décadas dos Papas la gobernaron; en 1517 Lutero promulgó sus 95 tesis y disgregó otra gran porción de creyentes; luego, en 1534 Enrique VIII promulgó el Acta de Supremacía separando a la Iglesia de Inglaterra de la autoridad del Papa romano. En cada caso, la causa fue que el pontífice de Cristo y sus presbíteros perdieron las llaves del paraíso; las sandalias de san Pedro y el tosco sayal de san Pablo y todo porque se acostumbraron a vestir suntuosos calzados y fastuosas casullas, estolas y cingulos bordados en oro, aderezados con piedras preciosas y habitaban majestuosos palacios deleitándose con opíparos banquetes de suculentos manjares.
En 1962 Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II, renació la esperanza de una iglesia enfocada en la misión cristiana de abandonar los poderes terrenales, tanto políticos como económicos y retomar la senda de la humildad acompañando a los pobres del mundo como lo exigía la doctrina evangélica. Nació la “Teología de la Liberación” que, como expresara el arzobispo Hélder Cámara de Brasil, buscaría “…seguir el ejemplo de Cristo, observar un amor especial por los pobres. La miseria es escandalosa, envilecedora; daña la imagen de Dios que hay en cada hombre”.
Pero tras tantos siglos de vivir en la suntuosidad, de administrar las riquezas mundanas, con absoluta avaricia se seguían vendiendo indulgencias y hasta el mismo Judas podría haber comprado alguna, para ello poseía 30 monedas y la frase lapidaria de esa jerarquía eclesial prostituida era: “Sonando la moneda en el cepo y saliendo el alma del infierno”. Cada vez había menos espiritualidad, ética, dignidad humana y compromiso social. Se retornaba una y otra vez al culto a mammon y se consideraba herejía el amor al desprotegido, enfrascándose en bizantinas discusiones de que fue lo que realmente proclamó Cristo.
Y entonces llegó Francisco un Papa al que le gustaba cristianizar diferente; con humildad: No usó los tradicionales zapatos rojos propios de los jerarcas cardenalicios, sino negros casuales. Como le fue indispensable utilizar un anillo papal, usó uno de plata, no de oro como todos sus antecesores; igualmente su cruz pectoral forjada en un metal común, no de oro con brillantes; rechazaba la estola bordada en oro, heredada desde el Imperio Romano y transformó su atuendo en algo sencillo, sin ornatos pomposos. Ordenó quitar la lujosa alfombra roja que debería pisar para ascender al trono papal de oro, cambiándolo por una silla de madera. Abandonó el lujoso departamento pontificio y se mudó al modesto departamento de Santa Martha. Convirtió el fastuoso palacio de Castel Gandolfo, tradicional residencia veraniega papal en museo abierto al pueblo. Se trasladaba en un jeep descubierto en lugar del papamóvil blindado; caminaba entre los fieles por las calles y resaltaba la urgencia de sacar de la miseria a los olvidados por la economía global. Más impresionante fue su actitud humanista de no pedir castigo contra nadie ni aumentar penitencias e invitar a su misa diaria a jardineros, oficinistas y empleados de limpieza del Vaticano; él concebía una iglesia donde primero son los pobres.
Subrayó con precisión que la autoridad y el poder de Jesús radica en “la humildad”, “la mansedumbre, la cercanía, la capacidad de compasión y la ternura”. “Él tocaba y abrazaba a la gente; la miraba a los ojos; la escuchaba, siempre cercano”. “Esto le otorgó plena autoridad, porque era amable y rezaba por ellos”.
Desde luego que todas estas acciones fueron duramente censuradas por las élites religiosas; capitalistas y políticas, incluso llamadas “católicas”; saturando de odio irracional, irascible e iracundo al Pontífice porque no pudieron anexarlo a sus cubiles. El actual presidente de Argentina, patria de Francisco, le llamó públicamente “Zurdo de mierd.” demostrando su malévolo espíritu lleno de insidia, podredumbre y perversidad.
Hoy, ante el llamado del Padre Celestial, Francisco pidió un féretro de madera sencilla, nada de metales preciosos, colocado casi al nivel del piso; sus restos reposarán en la Basílica de Santa María la Mayor, en Roma, con humilde placa solo con su nombre; decisión tomada por el mismo, quien prefirió no ser sepultado en la ostentosa Basílica de San Pedro. Me imagino que, si se hubiese retirado en vida, radicaría en una humilde casita en el campo, lejos de las luces mediáticas.