viernes 22, noviembre, 2024

Democracia herida

Federico Berrueto

Son muchos los signos del deterioro de la democracia mexicana. Su estado previo al arribo de López Obrador acusaba un amplio desencanto por los gobiernos que surgieron de la democracia electoral. La insatisfacción se desbordó, particularmente durante el gobierno de Peña Nieto. Mucho tuvo que ver la percepción negativa y la indiferencia del gobierno y de las élites para hacer algo al respecto. No advirtieron que se estaba incubando un proceso social que seis años después llevaría a la destrucción de la democracia, porque el desencanto de las personas se trasladó a las instituciones y el rechazo a la idea de un poder desconcentrado y dividido.

Muchos centraron su atención en López Obrador y pocos en la sociedad. Los índices de aprobación a lo largo del gobierno dan cuenta de un apoyo popular con mayor densidad y profundidad que el de otros mandatarios. Un problema para lo que viene, sobre todo, porque el gobierno que concluye tuvo resultados desastrosos en diversos ámbitos. De hecho, la elevada aprobación a pesar de las malas cuentas describe a la sociedad y a la manera como se construye el consenso en estos tiempos. La impunidad verbal no guarda precedente y bien se puede decir que eso mismo fue factor para construir empatía con la sociedad mexicana.

Un examen del arribo y dominio del obradorismo en la vida pública necesariamente requiere comprender a la sociedad mexicana y seguramente no pasará la prueba si se trata de acreditar los valores de ciudadanía y de sus responsabilidades. Casi treinta años después del arribo de la democracia con el gobierno dividido, poder desconcentrado y elecciones justas muestra que la cultura propiamente democrática no prendió en la sociedad, tampoco en sus políticos ni sus élites, por eso la defensa de la democracia de ahora es raquítica y sin tracción social.

Algunos aplauden que López Obrador haya cambiado los estándares convencionales de la lucha política fundada en partidos, elecciones y división de poderes. Ciertamente, México es un país con poco apego a la cultura liberal. Así, el sistema político democrático suele calificarse de burgués o neoliberal en el diccionario de López Obrador. El problema es que no hay democracia posible sin cultura ciudadana, sin partidos, sin división de poderes y sin las definiciones institucionales que acoten al poder presidencial. Se entiende que correligionarios rindan tributo a López Obrador por sus logros, pero no por analistas en quienes se supone un poco de aprecio a las premisas básicas del régimen democrático.

La democracia mexicana está herida por la reciente destrucción de sus instituciones, como es la militarización de la vida pública, especialmente de la seguridad, severo golpe a la visión civilista que deviene de la Constitución de 1857. Sin excluir la reforma judicial, que destruye lo mejor y traslada los juzgadores al terreno de la parcialidad y la pérdida de autonomía en sus determinaciones. Los órganos autónomos están en jaque, lo mismo que el INE y el Tribunal Electoral.

Pero, el origen de la debacle del régimen democrático se origina en la misma sociedad y en buena parte es responsable el régimen político que precedía al arribo de López Obrador. El desafecto de los mexicanos a sus políticos, gobernantes e instituciones no fue gratuito, mucho se hizo para incubar el deseo de un cambio profundo que implicara no sólo el relevo de gobierno, sino el cambio de régimen. Las élites y los factores de poder en la complacencia o connivencia con quien detenta la autoridad callaron por los excesos en el pasado, como con López Obrador. Su alerta por el cambio de régimen es tardía y a medias. Los ricos muy ricos saben entenderse con el poder; a los demás ya les pesará el deterioro de la legalidad, la persistencia de la corrupción y los efectos de la incertidumbre y la arbitrariedad en la inversión privada.

Los resultados de la elección del 2 de junio y los elevados niveles de aprobación de Andrés Manuel muestran a una sociedad en estado de indefensión frente al abuso del poder y la destrucción de la democracia liberal.

Las perspectivas a futuro no son halagüeñas porque la esperanza que ahora surge no está en el conjunto del sistema, sino en quienes gobiernan con un enorme poder discrecional y vertical. Deseable que el grupo gobernante deje de lado lo peor del pasado inmediato. Sin embargo, la democracia no es concesión de los empoderados, sino una tarea que a todos convoca, compromete e involucra.

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