Federico Berrueto
Al parecer los empresarios no se dan cuenta que perdieron. Muchos votaron por Claudia Sheinbaum e incluso la apoyaron política y financieramente. La candidata no engañó, su concepto paraguas lo dice todo, el segundo piso de la cuarta transformación; además, hizo propia la visión y la propuesta de cambio de régimen del presidente López Obrador.
Algunos se instalaron en el pragmatismo suponiendo que Claudia Sheinbaum en realidad mantenía otra postura afín a la visión empresarial y que tuvo que respaldar a López Obrador por necesidad y conveniencia. Nada avala eso en la formación política e ideológica de quien será presidenta. Cierto, durante la campaña en algunos temas mantuvo posturas diferenciadas respecto a las del actual gobierno, como el energético, pero nunca un punto de quiebre, sino una adecuación a la nueva realidad, particularmente, la necesidad de fortalecer la inversión privada en energías limpias, postura que no contradice lo fundamental de López Obrador: el monopolio público en el sector.
Hay quien invoca algunas diferencias durante su gestión en el gobierno de la Ciudad de México respecto a las del gobierno nacional, como ocurrió al inicio de la pandemia, que se apartó de los aberrantes dictados, a la postre criminales, del señor Hugo López Gatell Ramírez, o al designar a un civil a cargo de la seguridad pública, en línea diferente a todo el país, aún respecto de los titulares de tal responsabilidad en estados gobernados por Morena.
Claudia Sheinbaum y López Obrador son diferentes y distinto el entorno de arribo a la presidencia. Los modos y estilos del presidente son irrepetibles, la futura presidenta tiene los propios y deberá actuar en una situación sumamente desafiante y complicada en muchas materias. Él tiene sus fijaciones políticas producto de su accidentada trayectoria opositora. Habrá cambio, pero no como lo pretenden los empresarios, que ella se aparte de López Obrador, y si por necesidad y pragmatismo se actuara, evitaría cualquier distanciamiento con el presidente que la promovió y buscaría conciliar posturas. Los grandes empresarios son malos para entender la política, no para procesar sus intereses ante los hombres de poder.
López Obrador precipitó la aprobación de la reforma al Poder Judicial de la Federación. Es evidente que la candidata ganadora hubiera preferido darse más tiempo. El presidente vio en la decisión no una manera de imponerse, tampoco de vengarse; la principal motivación era emprender una acción simbólica de autoridad para la futura presidenta. El equivalente, aunque con mayores efectos perniciosos, a la cancelación del aeropuerto de Texcoco; para él es que la nueva presidenta gane terreno y prevalezca frente a propios y extraños, como él mismo lo hiciera antes de llegar a la presidencia.
En estricta lógica del poder, es válida la postura de López Obrador. Sin embargo, acabar con el Poder Judicial Federal tiene implicaciones extremadamente negativas para el país, para el sistema de gobierno y para quien en octubre ocupará la presidencia. Contar con los votos, la mayoría legislativa y el consenso popular no significa que la reforma sea virtuosa, particularmente porque no resuelve mejorar la justicia, sino que la complica. La parte más sana del sistema de justicia nacional es el Poder Judicial Federal y la Suprema Corte de Justicia. Elegir juzgadores como eje de la reforma es un error de proporciones mayúsculas que sólo se puede atemperar con una aplicación del cambio que llevaría mucho tiempo y con la ratificación prácticamente de todo el personal que realiza el trabajo judicial más allá de los juzgadores, situación difícil por la previsible politización y parcialidad de quienes llegarían a la judicatura o al órgano disciplinario y de control. Más de un millón de casos judiciales están en juego, en ellos van de por medio derechos, certeza y justicia.
La relación entre la nueva presidenta y quien deja el gobierno será tensa y complicada. Es evidente que Sheinbaum buscará mantener la mayor cordialidad posible, pero es inevitable en el camino tomar decisiones distintas a las que hubiera asumido su jefe político y mentor. Así será y más por la circunstancia. Si López Obrador entiende, asume y respalda habrá entendimiento y un sentido de unidad que se requerirá ante los retos adelante. Si es el caso de suscribir el derecho al “disenso”, transitaría por un incierto camino que podría llevar su proyecto a la desgracia y a la pérdida de algo sumamente valioso para lo que viene: la unidad interna.