(A diecinueve años de su partida, 20 de octubre de 2004, en la Ciudad de México. Rogelio era la materialización del teatro. Una auténtica alegoría)
Raúl Adalid Sainz
Hay hombres que guardan su niñez en el bolsillo
Hay niños que se conservan infantes para el escenario servir
Hay hombres que nacieron para encantar
Hay almas que nacieron para inventar cuentos
Hay espíritus libres como el aire, que de la sombra alumbran
Hay corazones que son fuego prometéico
Hay hombres que le roban a los dioses la luz
esos hombres son los que valen la pena
los que transforman la vida en teatro.
Rogelio Luévano, un gomezpalatino lagunero que se formó en el teatro al lado de Miguel Hiram. Otro comarcano que cruzó la frontera para estudiar teatro con Seki Sano. Aquel japonés que revolucionó los parámetros de la actuación en México. Ese que fue alumno directo del ruso Stanislavski.
Seki Sano fue un director que hizo un teatro diferente en México. Aún se recuerda su célebre montaje de «Un Tranvía Llamado Deseo», de T Williams.
Miguel Hiram, ese lagunero que yo conocí siendo un niño, le enseñó muchos secretos del teatro a Rogelio. Entre ellos el maquillaje teatral, del cual Rogelio sabía bastante. Otro maestro para Rogelio fue el escenógrafo Pepe Méndez, quién hacía las escenografías para las obras del Doctor Garibay y Luis Díaz Flores.
Una influencia muy directa, y contada por el propio Rogelio, era cuando llegaba a Torreón, la itinerante «Carpa Tallita», de mi querido director teatral y dueño de la misma: Don José Luis Padilla. «La carpa Tallita», permanecía en Torreón por buen tiempo.
La Laguna, era una magnífica plaza, un día así me lo dijo don José Luis. Presentaban durante la semana varias obras: «Otelo», «La Mal Querida», «La vida de San Felipe de Jesús», etcétera.
Ahí Rogelio, un día me contó, encontró un mundo fascinante de teatro. Su expresión era grandilocuente al recordar aquella carpa que enloquecía sus sentidos. Esta plática se dio con Rogelio cuando le platiqué que era compañero actor de don José Luis Padilla en la obra «Tartufo» de Moliere, obra atinadamente dirigida por José Luis Ibáñez.
Rogelio se batía en carcajadas cuando imitaba el estilo interpretativo de don José Luis. Misma que era hecha con todo respeto, fruto de la admiración que le profesaba. Rogelio fue ante todo un autodidacta maravilloso.
Su inquietud tomó de aquí y de acullá. Era un ávido lector, de todo. Pero los libros de teoría escénica jalaban poderosamente a su mente teatral. Rogelio estudió contaduría en la «ECA» de Torreón. Se graduó. Pero era más bien recordado porque en ese auditorio de la escuela aquel muchacho ponía en escena obras de teatro; entre ellos a Eugene O’ Neil. Palabras mayores para el Torreón de principios de los setentas. Eran de comentario las puestas de Rogelio en el querido Teatro Mayrán.
Luévano empezaba con su teatro a captar público joven. Dirigía a Edward Albee en esos años setenteros con «Historia del Zoológico». Yo fui captado por su hechizo de mago Merlin teatral con su inolvidable puesta: «Luz De Gas», de Patrick Hamilton.
Recuerdo a Rogelio caracterizado de viejito, con el pelo blanco, actuando el papel del detective, diciendo con voz grave a la bella Sonia Salum: «¡Ah señora Maninham!», la auscultaba penetrante apoyado en un bastón. Aquel escenario estaba revestido de una atmósfera de tenue luz. Un thriller, como esas obras de suspenso de Agatha Christie.
A mi memoria viene parte del elenco: Sonia Salum, Carmen Moreno, Salvador Salas y Rogelio Luévano. Aquella noche fue monumental, mágica, subyugante. Al finalizar la obra hubo cocktail. Rogelio salió al vestíbulo con el pelo húmedo sacudiéndose el talco que simulaban las canas.
Francisco Amparán aquel talentoso escritor, amigo irreemplazable y maestro nos lo presentó a mis amigos y a mí. Nos saludó y se nos quedó viendo, se subió los lentes y nos dijo con mirada penetrante: «Bueno y ustedes que pedo, qué onda con ustedes aquí en el teatro». Pensar que mi espíritu quedó atrapado en el teatro a partir de esa noche de un octubre de 1979.
Rogelio partió a México DF, a finales de ese 79. Actuó en el 80 en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón, el inolvidable montaje de «Rey Lear», de Shakespeare, bajo la dirección de Salvador Garcini. Al lado de Ignacio López Tarso, Blanca Guerra, Alejandro Camacho, Fernando Balzaretti, Humberto Yañez, Tina French, Gabriela Araujo, Alejandro Tomassi y su alumno lagunero Humberto Zurita.
Un montaje precioso. Rogelio interpretaba al despiadado ambicioso «Duque de Cornualles», aún lo recuerdo tocando una campana, lanzando a la búsqueda a su séquito y gritando: «Buscar al traidor Gloucester». En el año 1981, veo su magistral puesta de «La Noche de Los Asesinos», de Triana, en el cautivador y romántico Teatro de Santa Catarina.
Un gran trabajo de Luévano en dirección. Muy bien trabajadas las atmósferas, el diseño de espacio, los juegos de tensión de los adolescentes queriendo matar a los padres. Los actores jugaban roles distintos, eran los hijos, los padres, la muerte como una sublimación libertaria.
Esa noche que fui, Rogelio tuvo que suplir al actor principal, su trabajo fue espléndido. Yo aplaudía como loco con diecinueve años encima y gritaba emocionado: «Arriba Torreón», Rogelio se reía con esa risa abierta de muchacho. El elenco: Cecilia Toussaint, Patricia Bernal y Rogelio Luévano.
Al año siguiente, 1982, Rogelio entra a dar clases al Centro Universitario de Teatro invitado por el entonces director Ludwig Margules. En ese año nos presenta a su musa y compañera de vida, la guapa directora, actriz y coreógrafa alemana Nora Manneck. Para el año 1984, La Laguna recibe una gran noticia. Rogelio y Nora, se incorporan al Teatro Martínez para formar una compañía estable de Teatro.
Sonia Salum, la entonces directora del teatro, es fundamental en esa propuesta maravillosa. Rogelio y Nora crean época teatral. Preparan sólidos cuadros de actores. Y algo primordial: la captación de un público ante propuestas de teatro diferente, vanguardista.
Montajes como «Hoy Invita la Güera», de Schroeder Inclán, «Las Elegías del Diuno», de Rilke, «El Gesticulador», de Usigli, «Historia de Vasco», «Homenaje a Salvador Novo», «Las Criadas», de Genet, «El Ciudador», de Pinter, aquella farsa cómica maravillosa «Te Juro Juana que tengo Ganas». Esta última producida por el amante doctor- actor del teatro Francisco Escalera.
Nora y Rogelio eran un binomio maravilloso. Dejaron historia pura y trascendente en La Laguna. Por los años 1992 Rogelio se va a Monterrey al «CEA» de Televisa. Un interesante proyecto para formar actores con sólidos catedráticos. El director de este centro era el querido actor Miguel Ángel Ferriz. Quien mucho quería a Rogelio y admiraba su talento. Muchos actores se formaron ahí. Vienen a mi memoria a bote pronto: Raúl Méndez, José Juan Meraz, Juan Ríos, Iván Caraza, Luis Domingo González.
El DF esperaba nuevamente a Rogelio y recibe la invitación del maestro Luis de Tavira para incorporarse a su planta docente del interesante y hondo plan de creación académico teatral llamado «La Casa del Teatro». Ahí Rogelio compartiría cátedras con docentes angulares en la pedagogía teatral: Luis de Tavira, José Caballero, Jorge Vargas, Nora Manneck, Antonio Peñúñuri, entre otros grandes maestros.
En ese lapso Rogelio desarrolló al máximo su capacidad docente persistente. Su mente e imaginación que siempre respiraba teatro dio frutos profundos. Sobre todo uno muy importante: el cariño y respeto por parte de tantos alumnos que lo albergan en ellos como un tesoro invaluable. Un hechicero teatral espiritual que cambió sus vidas, que los confrontó para encontrar verdad auténtica.
«La Casa del Teatro» ha ofrendado a su memoria eterna el nombre del teatro, ese que subiendo las escaleras lleva el nombre de Rogelio Luévano. Aún recuerdo en el patio de esa casa teatral coyoacanense el gran número de gente que despidió a Rogelio en su velatorio y en la misa del día siguiente, cuando el ataúd se iba, una voz gomezpalatina norteña, amigo fraternal de Luévano, gritó: «!Adios cabrón!».
Es que Rogelio hizo del saludo, del adiós, una ceremonia ritual, era un ser de otra galaxia. Un hombre-niño que hizo de la vida un carrusel teatral. Era una flor cardenche blanca, esas flores que irradian en la noche y un día se van con todo el brillo que dejaron por la estela.
Octubre me dirá siempre que Rogelio no partió; está ahí jugando y viviendo en cualquier sitio llamado: teatro.
Nota: Este texto es parte de mi libro «Historias de Actores»(un recorrido por el mundo teatral y cinematográfico)
Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan