Federico Berrueto
Hay dos posibilidades en el significado de la elección del próximo domingo: si gana Xóchitl Gálvez será punto de partida para un proceso inédito de construcción y reconstrucción política. La manera como llegó a la candidatura y el eventual arribo a la presidencia representa un proceso político inédito. El espacio de los partidos sería el Congreso y en el gobierno habría de construirse un necesario proyecto de coalición que incorporaría la expresión ciudadana. Esto ocurriría en medio de un país polarizado, que ha condenado al pasado corrupto asociado al PRI, PAN y, también, el presente con Morena. Esta circunstancia vuelve muy difícil que un proyecto genere esperanza.
Si prevalece el oficialismo la elección no es punto de partida, es continuidad de lo que han sido los pasados años. La continuidad es persistir en la devastación del edificio democrático y de contar con la fuerza legislativa suficiente sería hacer realidad el presidencialismo autoritario sin precedente alguno. Que haya continuidad en el proyecto no significa que las cosas transiten con normalidad, la significativa presión por la crisis fiscal, el embate del crimen organizado, el curso a la ilegitimidad por la ilegalidad en la elección, así como la presión del vecino del norte para someterse a la punitiva política migrante anticipan un cambio en el entorno que comprometería la pretensión o compromiso de continuidad. Ni con Sheinbaum el orden de cosas en el gobierno sería igual.
Los problemas superan lo imaginable y así ha ocurrido porque el deterioro ha sido constante, gradual y acompañado de una retórica que ha llevado a la complacencia social. Las adhesiones implícitas o explícitas al proyecto destructor de la democracia dan cuenta de ello. Los resultados mismos de la elección serían muestra. En otras condiciones el gobierno sería echado del poder y el presidente tendría un rechazo mayoritario de la población, semejante al del mandatario que lo antecedió. No ha sucedido así. El abuso del poder y la precaria cultura democrática, especialmente de las élites, han naturalizado un régimen que vuelve a la sociedad incapaz para defender las libertades, la legalidad y el régimen democrático.
Efectivamente, la sociedad se muestra indefensa y ese es el problema mayor, la ficción de consenso. Consenso ficticio y frágil porque descansa en el prejuicio, en la manipulación de los sentimientos y necesidades más básicas de la población. En ello López Obrador ha sido hábil en extremo y tiene que ver no sólo con su cálculo, sino con su personalidad, irrepetible e inimitable. Gane Claudia o Xóchitl el camino hacia delante es tan complicado como incierto. La diferencia de la segunda, nada menor, sería, por una parte, la legitimidad de su triunfo y, por la otra, su capacidad para convocar a un acuerdo incluyente para constituir un gobierno de salvación nacional.
Desde luego que las condiciones de ejercicio del poder presidencial están asociadas al nuevo mapa del poder, especialmente en el Congreso, aunque no debe subestimarse lo que ocurra en los comicios locales y particularmente en los de la Ciudad de México. López Obrador contó con un amplio respaldo parlamentario. No queda claro que de ganar Claudia Sheinbaum suceda lo mismo, incluso, lo cerrado de las contiendas locales plantea el regreso de la pluralidad al Congreso. El problema en términos de normalidad democrática es que se ha naturalizado en muchos el abuso del poder, entre otros, la discrecionalidad en la aplicación de la ley, la opacidad y el uso político de la justicia penal, además de la militarización de la vida pública.
Es posible que parte de las adhesiones a Claudia Sheinbaum vengan de la idea que ella sí es representante genuina de la lucha de la izquierda y con ello habría de imprimir un sentido popular más auténtico al proyecto en curso. Es difícil hacer tal concesión por dos razones: su adhesión irrestricta al proyecto constitucional obradorista de devastación de la democracia y el dominio de López Obrador sobre el partido, el gobierno y la fracción morenista en el Congreso.
Estos comicios no solo son los más violentos de la historia, también han sido los más irregulares de los últimos 30 años si partimos de la interferencia del crimen y la del jefe de Estado mexicano. Es deseable por todas las consideraciones que también sean los más concurridos de los últimos años, conjuro para superar las amenazas a la democracia.