lunes 23, septiembre, 2024

El control vertical contra la corrupción

Federico Berrueto

La autorregulación es una de las virtudes de la democracia. Ocurre con la desconcentración del poder, la división de poderes y la constitucionalidad de los actos de autoridad. Se trata de que toda forma de autoridad y su ejercicio no sólo estén acotados y definidos por la ley, sino, además, observados, regulados y controlados por otra instancia. La propuesta del oficialismo de una agencia anticorrupción que dependa del presidente significa la aplicación discrecional y, eventualmente, arbitraria de la ley.

Viene al caso la actuación de la fiscalía que actuó contra la presidenta de Perú, Dina Boluarte, y llevó al cateo de su domicilio particular bajo la sospecha de corrupción. Donald Trump tuvo que soportar una orden de registro del FBI en su residencia de Mar-a-Lago, Florida, y la apertura de su caja fuerte por la acusación de que se había apropiado de documentos clasificados. Nicolás Petro, hijo del presidente de Colombia, fue sometido a proceso penal por el financiamiento ilegal de la campaña presidencial. En los tres ejemplos prevalece una fiscalía independiente del jefe del ejecutivo. Es pertinente preguntarse qué hubiera sucedido si el funcionario determinante fuera un empleado del mandatario en cuestión.

La independencia de la fiscalía y de los órganos de justicia son fundamentales para la justicia y la certeza de derechos de las víctimas, de la sociedad y de los inculpados. La presidencia norteamericana en este sentido ha padecido investigaciones un tanto traumáticas; el más relevante, el de Watergate, que condujo a la renuncia de Richard Nixon. La independencia de la autoridad acusadora fue fundamental.

Empoderar al presidente con la atribución discrecional de investigar casos de corrupción es el peor de los caminos para combatir la venalidad. No puede soslayarse el grosero uso político de la justicia penal durante los tiempos de Claudia Sheinbaum como Jefa de Gobierno de la Ciudad de México. La fiscalía espió a los adversarios políticos, incluyendo aquellos de Morena. También se construyeron casos a modo para golpear políticamente a futuros competidores. El asunto es de escándalo y sería peor empoderar todavía más a la señora Sheinbaum, en el supuesto de que ganara la elección presidencial.

El servilismo es el signo de nuestros tiempos. No cabe duda que en torno a la candidata del oficialismo hay talento y capacidad; sin embargo, no es suficiente. Se requieren valor y honestidad intelectual y política, sin eso lo demás sale sobrando.

La visión que existe en el oficialismo es depositar en la persona quien sea electa presidente la solución de los problemas y las determinaciones más relevantes de autoridad. No se confía en el sistema sino en el individuo empoderado, dilema resuelto con claridad por James Madison en El Federalista hace 234 años. La solución es optar por los pesos y contrapesos para que las debilidades propias de la condición humana se regulen entre los distintos departamentos, agencias o poderes que constituyen al sistema político.

La división de poderes es fundamental para el bien de la República y en la misma vena están los órganos constitucionales autónomos, que tienen que velar por los intereses de Estado sean las cuentas públicas, la organización de elecciones, la transparencia, la regulación de la competencia económica, entre otras. Las formas no son suficientes porque la funcionalidad de todo sistema depende en buena parte de la calidad de quienes tienen las altas responsabilidades en la representación política y en la conducción del servicio público. Así, la pretendida autonomía de las fiscalías no ha sido virtuosa, pero la insuficiencia no está en esa independencia, sino precisamente en su sometimiento, como sucedió con Ernestina Godoy, que nunca debió llegar a tal responsabilidad. Su lugar de ahora es el adecuado, estar en la boleta electoral y, si es el caso, la representación política, pero no la delicada tarea de la procuración de la justicia penal.

No es novedad el culto a la persona de quien detenta el poder. Se ha acentuado en estos tiempos. La cuestión es que las instituciones no se diseñan a partir de supuestos inciertos. Quienes confían ciega o interesadamente en López Obrador o en Claudia Sheinbaum por razones de sentido común están obligados a pensar en el funcionamiento del gobierno en cualquier supuesto, con cualquier partido, con un gobernante que no les es afín. En esta perspectiva, la pretensión autoritaria de hiperpresidencialismo se modificaría sustancialmente. Mucho mejor un gobierno desconcentrado, dividido y con contrapesos como recomendara James Madison.

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