Federico Berrueto
A los lectores asiduos de los estudios de intención de voto que asumen que la candidata de Morena podría ganar la elección, les interesa en demasía la respuesta a la pregunta, ¿en realidad cómo sería Claudia Sheinbaum como presidenta?, que viene al caso porque lleva implícita la idea de que los políticos en campaña no son igual ya en el poder; para mejor prueba, el promotor de ella, Andrés Manuel López Obrador.
Las especulaciones aumentan cuando se cuestiona sobre su relación con el futuro expresidente. Para muchos en el pasado está la respuesta y recurren a los sucesores de presidentes fuertes, particularmente Cárdenas respecto a Calles, López Portillo con Echeverría y Ernesto Zedillo con Carlos Salinas de Gortari. Las salidas fueron variadas, pero el método de hurgar en el pasado para ganar claridad de lo que podría suceder no es tan razonable, sobre todo por las diferencias significativas de entorno y la singularidad política y personal de López Obrador.
La pregunta adecuada no es cómo sería Claudia en el supuesto de ganar, sino cómo sería el país sin López Obrador en cualquiera de los desenlaces posibles de la elección. Tema no menor. Es preciso pensar el futuro a partir de dos procesos claramente antidemocráticos en curso y propensos a la inestabilidad: la desinstitucionalización de la vida pública y la personalización del poder. Razón tienen quienes señalan que la combinación de los dos procesos es indicativa del deterioro del Estado y de las premisas de su funcionalidad, como son la legalidad y el monopolio legítimo de la violencia. Es preciso decir que la primera alternancia en la presidencia ocurre cuando el país había construido instituciones que daban certeza: una Corte respetada e independiente, un INE autónomo a plenitud y conducido por un hombre del talante de José Woldenberg, un presidente respetuoso de la legalidad y el juego justo electoral, una economía estable y en crecimiento y un país con prestigio en el mundo. Ahora todo es muy diferente, sobra decir, para mal.
Las dificultades futuras superan por mucho el tema financiero anticipado por expertos. El déficit fiscal debe preocupar, también la pérdida de legitimidad de las formas, prácticas y valores asociadas a la democracia representativa.
López Obrador podrá difuminarse de la vida pública -poco creíble-; el vacío que deja sólo puede resolverse con lo impensable y quizás imposible: un gran pacto nacional incluyente para un gobierno de salvación nacional. Sin embargo, la ilegitimidad por el intervencionismo del presidente y la abrumadora presencia del crimen organizado dificultarían un entendimiento confiable y funcional a los intereses del país.
Que Morena prevaleciera en la elección presidencial y en la de legisladores no resuelve la incertidumbre, la complica, porque la coalición gobernante gira en torno a López Obrador quien dejará de ser presidente. Este movimiento obradorista sería la dificultad mayor para que la nueva presidenta tuviera libertad de acción y, eventualmente, construir un entendimiento incluyente, obligado si no tiene mayoría legislativa. El impulso obradorista buscarían avanzar en la propuesta autoritaria de recomposición del edificio institucional, que entraña una contradicción mayor: en los hechos se erige un poder decisorio externo a la presidencia de la República y, a la vez, se empodera en exceso a la presidenta constitucional. Reducir el umbral a 30% de participación para que la revocación de mandato sea obligatoria es el recurso mayor para presionar a la presidenta en funciones. La réplica natural y de estricta lógica democrática sería que el mandato se revoca cuando se supere el número de votos que la llevó al poder y así contener la amenaza golpista de donde viniere.
La clase política y las élites en general, con excepción de la Iglesia, han naturalizado la anormalidad que entraña la gestión de López Obrador. México ha cambiado en lo profundo para mal. La llamada revolución de las conciencias se acompaña de la distorsión de grandes sectores de la población sobre las responsabilidades del Estado con la sociedad, además del desdén tanto a la legalidad como a las reglas del juego democrático. La descomposición, más profunda de lo que muchos piensan, no es cuestión de cambios legales, sino de emprender el proceso de reconstrucción nacional al margen de la polarización, de la impunidad y de la connivencia con los factores de poder, particularmente los de carácter criminal y los propensos a un trato privilegiado del gobierno a manera de extraer las rentas nacionales.